Hay tipos cuyos labios se conforman con besar el áspero reverso de un sello y otros que se encuentran tan desamparados que deletrean con ojos de lluvia la soledad del crudo invierno. La primera vez que se enamoraron, dudaron entre acudir al odontólogo o tragarse un frasco entero de bicarbonato. Muchos años después comprendieron que la pasión no tiene recetas, como tampoco las tienen los besos de los solitarios sin amor arrojados al vacío y los cuerpos deshabitados.         

Es probable que muchos de ellos se vean obligados a poner la memoria en hora porque, de lo contrario, los numerosos sueños que se les han quedado anclados entre los suaves pliegues de la almohada despertarán cualquier día de su letargo para explicarles por qué los recuerdos crecen a veces tan cerca del fango.         

Su memoria desprende el mismo sabor que una lengua que se posa sobre el óxido. Y sus maltrechas ilusiones se agitan en las aguas revueltas de sus corazones mientras pronuncian en voz baja el nombre de una mujer. La recuerdan como un cuerpo ahogado por el deseo, como una golondrina sedienta de amor.         

Siempre hay una dama que se cruza en su biografía, alguien que les recuerda que, en el fondo, el gángster siempre arriesga su vida para que la rubia platino de turno siga mascando chicle.         

Esos borrascosos individuos nos remiten a los personajes que el añorado Alvite sacaba a pasear por el Savoy, tipos que podían derrapar en cualquier curva de su pasado y para los que el fracaso era, simplemente, un estado de ánimo.         

Hombres a los que todos los sueños se les habían muerto entre los brazos y que, antes de despeñarse por el abismo de la realidad, aún acertaban a decirle a la mujer que probablemente nunca conocerían: “estoy solo y tú estás sola, pero a veces puede la soledad ser una llama”.

Ángel Varela