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Conchi Basilio
José Manuel López García
Mi columna

Pensar, hacer, comerciar

17-09-2021

Hace unos días participé en un debate en una conocida red profesional, a cuenta de un artículo publicado en un conocido medio digital abordando los mecanismos de ascenso de la denominadas “Big Four”. De manera muy resumida, venía a decir -yo- que cada cual debe conocer, aceptar -y si es posible perfeccionar- el rol que le ha tocado jugar en este teatrillo del mundo. No es tema baladí en absoluto, porque hasta la teología lo ha abordado, y es objeto de debate desde la Grecia clásica hasta acá.  

Lo cierto es que cierto tipo de personas (entre las que me incluyo) tendemos a pensar que el mundo es como creemos que debería de ser y que el talento, la capacidad para aportar valor, el trabajo concienzudo, siempre se ven recompensados. Craso error, que vas descubriendo a medida que los castañazos con la realidad se imponen. Mi padre hablaba de vez en cuando de este tema y relataba las muchas discusiones que tenía con sus hermanos a cuenta del asunto. En plata, el asunto en cuestión era el de “esencia vs. apariencia”.  

Tanto da de sí, que reconocidos gurús de la gestión empresarial lo han abordado, casi creando escuela. Una de ellas es Rosabeth Moss Kanter, que desarrolló hace décadas la teoría de la especialización entre “thinkers”, “makers” y “traders”, siendo esta una clasificación que puede definir a pequeñas comunidades, ciudades e incluso países, y que es consecuencia de aspectos culturales e incluso con base en la caracterología de los individuos que los componen. Lo cual quiere decir que unos están más para hacer un buen santo, y otros para vestirlo adecuadamente (y venderlo). 

Pero claro, la cosa tiene sus consecuencias, porque el lugar que ocupes en eso que Michael Porter llama la “cadena de valor” determina ingresos y rentabilidad. Recuerdo en este sentido el caso de una empresa maderera gallega (muy conocida) que decidió dar el salto desde una posición de simple “maker” a otra donde pudiera tratar “cara a cara” con el mercado (y ser también “trader”), ya que esa posición de partida le condenaba a la desaparición. Para eso, tuvo que pasar de producir tableros a fabricar y comercializar buks y mesas de despacho -todo ello en colaboración con unos muy conocidos grandes almacenes-. Así que en este caso -que puede ser un modelo para seguir, también en otros órdenes de la vida- el problema se resolvió con dos actores complementarios en el rol que desempeñaban y que por lo menos por aquel entonces eran socios formales (participando como copropietarios en diversas empresas).  

Como bien apunta el artículo al que aludía, “jugar el juego” (y entendemos por esto cafés, charlas de pasillo, sonrisas a tiempo, cenas y comidas de empresa, presentaciones brillantes etc) es lo definitivo si quieres que te vaya bien, incluso en empresas donde el conocimiento intensivo es clave. La cuestión está en si la predisposición personal te permite jugar a todo y jugar bien. Algunos defendemos que esto no es posible, por pura asignación de tiempo y por improntas personales de fundamento neurobiológico. Además, la historia, la antropología y la economía apuntan a que inevitablemente la especialización llega, y no hay sociedad que no se haya fundamentado en el principio del intercambio (aun cuando estén llegando revisiones del tipo “yo me lo guiso yo me lo como” de tinte prosumista, como diría Alvin Toffler).  

El asunto de la visibilización tiene su miga. El mercado es un juego de impresiones y ahí está el ejemplo de las redes. Desde mi punto de vista, solo en aquellos formatos (foros especializados, por ejemplo) donde es posible la pausa –y donde la calidad del discurso pone a cada uno en su sitio- se puede ir más allá y comprobar la calidad del “paño”. Pero eso no es lo habitual. O sea que, en la mayor parte de los formatos, los que se visibilizan haciendo mucho ruido con no necesariamente muchas nueces, tienen la partida ganada.  

Quizás la solución esté en garantizar que cada uno tenga su sitio. Eso no parece ser válido para muchas empresas. Así que los países (más bien sus estados y administraciones) tendrán que seguir acogiendo a aquellos que hacen muy bien su trabajo, ya sean científicos o profesores, pero que no están en disposición de ganar la partida en eso que Aristóteles llamó “valor de mercado” (y no necesariamente de “uso”). Y en cuanto al resto, no queda otra que saber negociar, conociéndose bien, teniendo claro el rol que cada cual puede asumir en las mejores condiciones y creando alianzas lo menos “líquidas” posibles. Porque, por muy bien que se venda, hay que tener algo entre manos para vender.

Lucas Ricoy


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