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Conchi Basilio
José Manuel López García
Sociedad

CULTURA

DOPPELGÄNGER

11-06-2018 19:35:58
Doppelgänger.

El día en que el señor Gorez desapareció, su mujer vino a vernos. No era una mujer apocada, sino una mujer de carácter fuerte, de esas a las que les gusta tener siempre la última palabra. Algunas veces, tenía un temperamento explosivo. Lo constatamos en más de una ocasión, cuando ella y su esposo peleaban y todo el barrio se enteraba. En más de una ocasión llevaron a sus hijos para que jugaran con los nuestros. Eran cuatro chicos raros: hablaban poco y parecían estar siempre afligidos.

Pero volviendo a la pareja formada por el señor y la señora Gorez debo aclarar que, fuera de sus vehementes problemas conyugales, eran unos vecinos afables y nunca tuvimos, que yo recuerde, ningún problema con ellos.

Esa mañana, la señora Gorez vino a preguntarnos si habíamos visto a su marido y nos puso al tanto de la situación.

-No ha venido a dormir ?nos dijo-, es la primera vez que no vuelve, en los diez años que llevamos de casados. 

Por la tarde, la mujer llamó a la comisaría.     

Durante los meses siguientes, nosotros estuvimos al tanto de las pesquisas que hacía la policía, que no eran muchas. No obstante, había algunos elementos sospechosos en su desaparición: le habían descubierto deudas de juego, los perfiles que el señor Gorez había tenido en redes sociales habían sido eliminados y todas las fotografías familiares donde él aparecía ya no estaban. En el banco confirmaron que había ido haciendo de su cuenta pequeños retiros en efectivo durante las semanas previas a su desaparición. En todo el tiempo que la policía lo había buscado, el señor Gorez no había vuelto a utilizar sus tarjetas de crédito, ni se había subido a un avión, no se había registrado en algún hotel, tampoco había vuelto a contactar a ninguno de sus familiares, amigos o conocidos. Tampoco había aparecido algún cadáver que pudiera asociarse con él. Cuando la policía no fue capaz de encontrarlo, la señora Gorez pidió prestado dinero a todos sus familiares y contrató a una agencia de investigadores privados. Ellos tampoco pudieron hacer mucho más que la policía.

A todas luces, al señor Gorez se lo había tragado la tierra.

La señora Gorez y sus hijos trataron de continuar con su rutina habitual y, al cabo de cierto tiempo, ella tuvo que aceptar trabajos menores para ser capaz de pagar la hipoteca de su casa, pero al final tuvo que entregársela al banco y mudarse a un barrio de bajos recursos que estaba en el extrarradio de la ciudad.

En cuanto al señor Gorez, tuve la ocasión de charlar algunas veces con él. Incluso, bebimos algunas cervezas juntos en una barbacoa que, con motivo de mi cumpleaños, organizó mi mujer en el jardín de nuestra casa. Era un hombre de alrededor de cuarenta años, bien parecido, alto y con la cara delgada como una cuña. Utilizaba unas gafas cuadradas, demasiado grandes para su rostro. Trabajaba con números, pero nunca supe qué hacía con exactitud. Había llegado a la barbacoa acompañado de su mujer, la señora Gorez, una mujer bajita y guapa, pero de una severidad que daba miedo.

Recuerdo que el señor Gorez me habló con enorme cariño de sus cuatro hijos, y me dijo que él siempre había querido tener solo dos, pero su mujer se empeñó en que fueran cuatro. Dos parejitas. Tuve la sensación de que vivía con una gran carga familiar.

En esa comida ocurrió que, por un momento fugaz, su mirada, regularmente triste, se tornó desesperada; aquello me transmitió una gran turbación.

A partir de que la señora Gorez y sus hijos abandonaron nuestro barrio, mi mujer siguió en contacto con ella durante algún tiempo, hasta que dejaron de verse por completo.

A mí me ascendieron a director de importaciones de la compañía para la que trabajo y, al final, terminamos por mudarnos a un barrio residencial, al otro lado de la ciudad.

Debido a la naturaleza de mi trabajo, debo viajar una o dos veces al mes a algunos de los países más recónditos del planeta.

No había vuelto a pensar en el señor Gorez hasta la semana pasada, cuando estaba en una comida de negocios en Chiang Mai, -me encontraba en un barrio repleto de edificios reformados, restaurantes y locales donde impera el buen gusto, adonde que había asistido a negociar una transacción de circuitos integrados-, y me pareció ver, al otro lado de la calle, al señor Gorez esperando el transporte público.

No podía asegurar enfáticamente que fuera él, ya que no alcanzaba a ver su rostro en detalle, pero su figura y su fisonomía siempre me habían parecido inconfundibles. Al poco tiempo, subió en una furgoneta y yo, movido por la curiosidad -aunque debía de estar en pocas horas en el aeropuerto que me llevaría de regreso a Bruselas-, paré al conductor de un colorido Túk-Túk -uno de ésos divertidos vehículos de tres ruedas que transportan pasajeros en los suburbios de Bangkok y de las principales ciudades tailandesas- y le pedí que siguiera a la furgoneta. Quince o veinte calles más adelante, el hombre bajó de la furgoneta y yo descendí del Túk-Túk, pagué al conductor treinta bats y seguí a pie sobre los mismos pasos del presumible señor Gorez.

Se detuvo frente a un local de masajes relajantes y esperó algunos minutos, hasta que salió una mujer -diez o quince años menor que él- lo saludó con un beso en los labios. Juntos, siguieron caminando por el mismo lado de la acera.

En una escuela recogieron a dos pequeñas -las niñas tenían rasgos asiáticos y el tono de piel occidental-, y continuaron su recorrido con las dos niñas de la mano.

Se detuvieron en un puesto callejero, compraron a las niñas dos som tam y se internaron en un pequeño jardín público, donde se sentaron en una moderna banca de aluminio: el hombre y la mujer, muy pegados el uno al otro, y las niñas junto a ella, con sus faldas blancas, impolutas, de párvulas, meciendo los pies por debajo de la banca y comiendo sus ensaladas de papaya, habas, chili y lima.

Me senté en una banca que había frente a ellos, a unos cuantos metros de distancia, confiando en que -si acaso se trataba del señor Gorez- no me reconocería con la boina de paño que yo llevaba puesta.

El corazón me palpitaba de tan profunda huella como había dejado su desaparición en mi cerebro, sin que yo me percatase de ello.

Esa tarde el aire estaba extrañamente cálido, pero con algunas ráfagas frías; estábamos en el mes de octubre, cuando las temperaturas son todavía suaves y relajantes.

De pronto, el hombre volteó hacia donde yo estaba y se me quedó mirando durante un par de segundos. Estoy casi seguro de haber visto entonces, después de tantos años, esa mirada inconfundible que había visto en el jardín de mi casa: la mirada de un hombre que ya no quiere la vida que tiene, la de alguien afligido, la de alguien que está a punto de explotar.

Estaba a punto de ir caminando hacia donde él estaba y de averiguar si era el mismo hombre que yo había conocido años atrás, pero consulté la hora en mi reloj de pulsera y me di cuenta de que tenía que darme prisa o perdería mi vuelo de regreso.

Paré un taxi en la calle y, desde ahí, llamé por teléfono a mi mujer para contarle lo que acababa de ocurrirme.

-Quizá era su doppelgänger -me dijo.

-¿Qué es eso? 

-Todos tenemos a un doble fantasmagórico, a un sosia, que es idéntico a nosotros y que vive en alguna parte del mundo.

-Eso es un mito -le dije dudando enseguida de mis palabras.

Más tarde, a bordo del avión, recordé otra vez la forma en que el señor Gorez -ya no tenía duda de que se trataba de él- me había mirado y me dije que, aunque el hombre cambie con el tiempo, su mirada permanece inalterable; pero enseguida decidí dejar de pensar en el asunto y disfrutar de la película que ofrecía el vuelo.

De cualquier forma, si se trataba del señor Gorez, yo no pensaba hacer nada al respecto.

Al cabo de algunos minutos me percaté de que no podría concentrarme en la película.

No podía dejar de pensar en la posibilidad de que arriba de ese mismo avión o en cualquier momento, posterior al aterrizaje, un ser idéntico a mí, alguien que habitase en la misma realidad que yo, apareciera y terminase por disolverme.

Nunca antes sentí tanto miedo.





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