Jane Greer, Bárbara Stanwyck, Lauren Bacall, Lizabeth Scott, Gloria Grahame o Mary Astor, mujeres fatales en películas inolvidables del cine negro americano, descerrajaban sus diálogos con la frialdad de un sepulturero, escupían las palabras como si fuesen astillas en sus labios. En su fuero interno sabían que un beso es el espacio más pequeño en el que un hombre puede perderse para siempre. Y si alguno, por una fatalidad del destino, se aventuraba a adentrarse en el glaciar de su corazón, ya podía estar seguro de que ,saldría con los pies por delante o, como mínimo, muy mal parado en el intento.
Ellas, diosas de carne y hueso atrincheradas en la negrura sideral de cientos de fotogramas, acechaban nuestros sueños con la cautelosa pisada de un felino, conseguían que la ficción se convirtiese en experiencia de vida, palpitante y fecunda. Cuando ya creíamos que teníamos todas las respuestas, su simple irrupción en nuestras vidas, nos empujaba a pensar que, en realidad, habíamos olvidado todas las preguntas. Desde ese preciso instante, sabíamos ya que todas nuestras ilusiones arderían, de modo inevitable, en la sugerente hoguera de su misterio.
Como resultaba imposible amarlas, todos los hombres se conformaban con añorarlas. Eran como trenes nocturnos que se cruzaban en la oscuridad para no volver a coincidir nunca. Y sus extrañas apariciones poseían el temblor de todo aquello que no se sabe si fue inventado o sucedió en realidad. Su recuerdo conducía simplemente a un rastro de humo que, sin embargo, jamás se disipaba del todo en nuestra memoria.
Siempre se dejaban llevar noche abajo y, algunas de ellas, se jactaban incluso de poseer biografías desangradas por el fracaso, existencias maltrechas que, sólo al filo de la madrugada, aspiraban a buscar una redención tan efímera como necesaria.
Algunos de los tipos que las frecuentaban, amortajados en el arrugado sarcófago de sus gabardinas, se conformaban con evocar el mágico momento en que se cruzaron con ellas. Se imaginaban quizás que pretender otra cosa habría resultado imposible. Algo así como percibir el húmedo escorzo de una lágrima o alojarse en el corazón de un cuerpo deshabitado.
Ahora, cuando tengo ocasión de revisar algunas de las magníficas películas que protagonizaron, siempre recuerdo una cita muy oportuna de Eduardo Galeano: “Ojalá tengamos el coraje de estar solos y la valentía de arriesgarnos a estar juntos”.
Ángel Varela