El Confidencial
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José Manuel López García
Cartas al Director
Territorio Comanche

Crónicas del confinamiento (II)

03-04-2020

A veces el silencio es tan fuerte que las palabras se limitan a expresarlo. Y crepita en las calles desiertas de nuestras ciudades como un fuego inaudito y cruel, como una hoguera feroz que consume nuestro ánimo ya desangrado. Mientras desgranamos el espanto de las cifras y aventamos la tragedia lo mejor que sabemos, se suceden los días como una cruenta emboscada a la espera de que algo –no se sabe muy bien qué- ocurra de improviso.

Aguardamos quizás un giro inesperado de los acontecimientos o, como en la mejor tradición del teatro, la súbita aparición de un Deus ex machina que resuelva favorablemente la situación. Hasta que ese momento llegue nuestra vida, de tan mínima, se adelgaza como las huellas de las gaviotas en la playa, Su consistencia adquiere la levedad de una pluma suspendida en el aire, Casi sin saberlo y, por citar a Javier García Sánchez –escritor que alumbró una novela con el mismo título- , nos hemos dado de bruces con la vida fósil.

Estos días sin hueso, que apenas alcanzan a iluminar nada que no sea la caverna de nuestros miedos, estos días despojados de ilusiones y con tantas incertidumbres como astillas a flor de piel, acabarán por disolverse en la memoria como un escalofrío de humo cuando todo esto pase, cuando podamos retomar el pulso de vivir. Será entonces cuando la épica de barricada de estas jornadas sea sustituida, de nuevo, por las rutinas sobre cuyos goznes giran nuestras existencias.

Me asomo a la ventana con la misma ansiedad con que un conquistador explora remotos territorios, con el empeño de un marino que surca océanos lejanos. Apenas circulan coches por la carretera. Y los conductores que los manejan, aminoran la velocidad como si con ese gesto pretendiesen demostrar a las fuerzas del orden que nada tienen que ocultar, que su presencia en el exterior en estos instantes obedece a causas de fuerza mayor. Por lo visto, dan a entender con su prudencia al volante que, a menos velocidad, más legitimidad para eludir las órdenes estrictas de confinamiento.

Creo que en el pueblo en el que yo resido, por fortuna, no ha aparecido hasta ahora ninguno de ellos. Sin embargo, en otras ciudades españolas ya han surgido, de forma inopinada, inquisidores de balcón, comisarios políticos de ventana, que se arrogan el derecho de increpar a los que se atreven a caminar por la calle sin saber si su presencia en el exterior está justificada. Confinados en sus hogares para protegerse del virus, ignoran quizás que, entre las paredes de su casa, están expuestos a uno no menos peligroso que el que les amenaza fuera: el de la intolerancia.

Por lo demás, nadie podía imaginarse, a estas alturas de la película, que la visita al supermercado para hacer la compra de rigor iba a disfrutarse tanto como un crucero por las islas Vírgenes. Los nuevos santuarios para socializar, aunque sea mínimamente, son ahora las tiendas de alimentación. Aunque, a poco que uno se fije, los clientes exhiben un comportamiento tímido y pudoroso, te miran de reojo procurando no acercarse mucho y se limitan a darte los buenos días sin avanzar en la conversación.

Esas escapadas al supermercado, que permiten romper el confinamiento, aunque sea sólo por unos minutos, son un ansiolítico al que pocos están dispuestos a renunciar, un laxante que permite purgar tanta angustia acumulada. Tras esa pequeña expansión, intuyo que todos regresamos a la fortaleza de nuestras casas y allí, mientras deambulamos de un lado a otro del pasillo como jinetes errantes, imaginamos que venimos de la calle con el mismo ánimo con el que los corsarios regresaban de abordar un galeón español: llenos de pura vida.

Ángel Varela


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