El Confidencial
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José Manuel López García
Cartas al Director
Territorio Comanche

Crónicas del confinamiento (III)

07-04-2020

Ahora, con el confinamiento, tengo muy presente que, aunque un paisaje permanezca inmutable, una mirada no se repite jamás. Frente a la ventana de mi casa tengo una playa de casi un kilómetro y medio de largo. Y es cierto que, por mucho que disfrute con su contemplación, cada mirada que le dedico es distinta a la anterior. Quizás los diferentes estados anímicos se confabulan con el sentido de la vista y condicionan mis miradas.

La playa, como a cualquier amante, hay que visitarla a solas. Como en estos momentos ese placer no es posible, hay que conformarse con mirarla desde el alféizar de la ventana, pero no de cualquier manera. Es preciso hacerlo sin prisa, tomándose su tiempo, demorándose en la observación de cada detalle, y dejando que los recuerdos asociados a ella ardan en la memoria como pájaros incendiados en sangre.

Ahora que el encierro arrecia y se prolonga, no hay nada mejor para elevar el ánimo que asomarse a la ventana y ver la playa. Si me abstraigo y escucho el ruido que producen las olas al morir en la orilla, aún puedo recordar aquel tiempo en el que la belleza brillaba en mis ojos fugitivos y yo cruzaba el umbral de la juventud sin pensar en nada. La felicidad, además de un imposible necesario, es una playa a la que poder escapar.

Paul Eluard afirmó que hay otros mundos pero están en éste. Si he de hacerle caso, tengo a mi alcance la posibilidad de imaginar una isla a la que huir, soñarla, y luego habitarla. En estos tiempos oscuros, descabalgados de esperanza, no está nada mal la alternativa de conjurar el miedo y la fatiga huyendo a cualquier geografía imaginaria, a cualquier lugar en el que los sueños se conviertan en una empalizada infranqueable.

Ahora que un enemigo invisible nos ha convertido en náufragos de nosotros mismos, que nos ha dejado sin preguntas cuando pensábamos que teníamos todas las respuestas, es precisamente cuando más necesaria es la escapada. Como no podemos huir hacia fuera, lo que tenemos que hacer es huir hacia dentro, pensar otros mundos como Paul Eluard, otras realidades menos ásperas que ésta.

Hay un camino que nos aguarda. Y no está al final del pasillo que recorremos muchas veces al día por culpa del confinamiento, sino en la imaginación de cualquiera de nosotros. Si es verdad que ninguna búsqueda es posible sin cierta dosis de incertidumbre, hay que ser valientes y navegar como Ulises hacia Ítaca, aunque nunca regresemos a ella. Al fin y al cabo, el placer está en el viaje, no en su fin.

Yo, por si acaso, ya he encontrado mi isla. Se trata de un recóndito lugar que se parece mucho al país de nunca jamás, de un refugio en el que protegerse de la metralla que explota en los telediarios . Ayer mismo, sin ir más lejos, mientras preparaba una tortilla de patatas en la cocina, soñé que una enigmática mujer se aproximaba a mi rostro y me obsequiaba con uno de esos besos que sólo se dan y reciben en los sueños de los solitarios sin amor.

Y por la noche, antes de acostarme, ya sin mujer y también sin tortilla, recordé una breve novela de Milena Busquets en la que un emperador chino convocaba a una docena de sabios para que, entre todos ellos, buscasen una frase, una afirmación que permitiese a cualquiera salir airoso de cualquier trance, de cualquier situación. Los sabios inicialmente mostraron su perplejidad por lo extraño del encargo.

Sin embargo, siendo conscientes de que el cometido no admitía demora, se pusieron manos a la obra. Al cabo de unas cuantas jornadas y, después de haber estudiado diversas propuestas, pudieron presentar sus conclusiones. Cuando el emperador los exhortó a que le proporcionasen el resultado de sus deliberaciones, el más anciano del grupo respondió: “También esto pasará”.

Ángel Varela


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