El Confidencial
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José Manuel López García
Territorio Comanche

Crónicas del confinamiento (VI)

29-04-2020

Me pregunto cómo será el mundo del mañana, aquel en el que aterrizaremos tras la explosión de esta pandemia. Probablemente tendremos que reinventarnos y congelar los afectos. Nos veremos obligados a dejar en suspenso los besos y los abrazos que, durante un tiempo, serán pura arqueología sentimental. Algunos tendrán que conformarse con recordar a sus amantes como golondrinas enjauladas en sus brazos.

No hay hoja de ruta para el insólito escenario que nos aguarda. Ni tampoco un manual de instrucciones para gestionar las emociones que nos embargarán tras la debacle. Será muy importante mantener a raya al miedo para que no gobierne la vida que vendrá. Espero que habrá de nuevo tiempo para la ilusión y para la esperanza. Y sé también que quedará atrás esta desgracia que se abatió sobre nosotros como un enjambre oscuro.

Seremos de alguna manera como ese Tarzán creado por Edgar Rice Burroughs que, tras perder el amparo materno de los simios con los que se crió en la selva, se vio obligado a adaptarse a un mundo que era completamente nuevo para él, a integrarse en una sociedad victoriana cuyas estrictas convenciones no entendía. Nadie esperaba, por supuesto, que el futuro que ya se intuye estuviese escrito con la caligrafía de tanta incertidumbre.

Dentro de algún tiempo, cuando esto pase, todo se percibirá con el temblor de aquello que no se sabe si ocurrió de verdad o fue simplemente soñado. Al calor de un buen fuego, trataremos de conjurar el dolor provocado por las vidas perdidas, contándonos historias de abnegación y desinteresada ayuda al prójimo. De esa manera, contribuiremos a dejar espacio en nuestra memoria para todos los que se fueron.

Del mismo modo que Homero fascinó a sus contemporáneos con el relato de la guerra de Troya, nosotros haremos lo mismo con las generaciones venideras. La única diferencia es que, en lugar de contarles el legendario combate entre Héctor y Aquiles, les referiremos la épica batalla en la que lucharon los sanitarios de este país, sabiendo que mientras la muerte les sonreía a diario ellos la miraban a los ojos sin arrugarse.

Tanta zozobra después del naufragio también servirá para recuperar el valor de las cosas sencillas. Ya sabemos, por ejemplo, que ni una tonelada de fuegos artificiales es suficiente para acallar el hermoso estruendo que provoca la sonrisa de un niño. Pero, a partir de ahora, apreciaremos mucho más sus atolondrados desparrames por los parques y sus alocadas carreras por cualquier lugar de esparcimiento.

Y poco a poco, como si hubiésemos despertado de un mal sueño, iremos aferrándonos de nuevo al bálsamo de nuestras pequeñas rutinas, a las arraigadas costumbres que jalonan el imprevisible itinerario de nuestras vidas. Y como si festejásemos un fin de año y la llegada de uno nuevo, formularemos deseos por cumplir y propósitos para una vida más plena. Todo, en definitiva, volverá a estar en el sitio que le corresponde.

Atrás quedará la pesadilla que amenazó con tomar al asalto nuestro destino, que nos recordó de forma dolorosa la fragilidad de nuestra existencia. Y que además evidenció que, en una sociedad tan globalizada como la nuestra, cualquier epidemia puede alcanzar, en cuestión de días, una gravedad insospechada. Será conveniente que nunca lo olvidemos si no queremos volver a cometer los mismos errores que nos han traído hasta aquí.

Pero, a pesar de todo, volveremos a pasear por nuestras calles, a disfrutar con la llegada de un nuevo día, y a emocionarnos después de reencontrarnos con los amigos. Ernest Hemingway, célebre escritor y periodista norteamericano que apuró la vida hasta el último trago, dijo en una ocasión: “el hombre no está hecho para la derrota. Puede ser destruido, pero nunca derrotado”.

Ángel Varela


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