Durante este tiempo he descubierto que leer nos da un sitio al que ir cuando tenemos que quedarnos donde estamos. En cuanto abrimos un libro nos convertimos en un peregrino a las puertas de una ciudad desconocida. Cuando somos jóvenes queremos que nuestras emociones sean como las de las novelas. De mayores, sin embargo, nos conformamos con que apoyen aquello en que se ha convertido nuestra existencia.
Comenzamos a desconfinarnos, pero también a descontextualizarnos de la vida que habíamos conocido hasta ahora. Nadie sabe a ciencia cierta qué es lo que se avecina, pero todo el mundo intuye que no será mejor que lo que teníamos hasta ahora. Con los besos, los abrazos y las caricias en trance de demolición, me temo que los nuevos protocolos de cortesía social tendrán la misma temperatura que un frigorífico.
Menos mal que aún tenemos el consuelo de la imaginación para dar la vuelta al día en ochenta mundos. Y todo ello sin movernos del salón. Cuando la tarde se desvanece como un escalofrío de humo, me zambullo en cualquier libro con la esperanza de aliviarme entre sus páginas. De ese modo logro eludir mis momentos de derrape y alejar la incertidumbre que me provoca esta nueva cuenta atrás.
La naturaleza llegó a reclamar sus dominios y en muchas calles de nuestras ciudades se vieron animales deambulando de un lado para otro. Corzos, ciervos, cabras y jabalíes perdieron el miedo. Y la ventana de mi habitación es el periscopio a través del que contemplo esta nueva realidad dislocada. En otro edificio no muy alejado del mío, veo a otro vecino asomado a la suya como un náufrago varado a la espera de mejores noticias.
Todos esperamos una normalidad que será cualquier cosa menos normal. Y mientras tanto, descolgamos nuestras sonrisas en los balcones y desplegamos nuestras esperanzas como una bandera que ondea al viento. Somos, en este instante, seres descabalgados de certezas que necesitan intoxicarse de respuestas, que precisan saber hacia dónde se dirigen para desbrozar, sin sobresaltos, la maleza que asoma en este tiempo de ceniza.
Como si se tratase de una catástrofe medioambiental, la marea de la pandemia ha desbordado el lenguaje y ha traído consigo una nueva terminología a la que tendremos que adaptarnos: el pico de la curva, la desescalada reversible o el desconfinamiento gradual no son ahora términos vacíos de significado, sino conceptos de una realidad urgente y carnívora que amenaza con devorarnos.
Quizás dentro de algún tiempo, cuando todo esto haya terminado, podremos mirarnos en la superficie bruñida de un espejo y contemplar la mueca de incredulidad que aún permanecerá grabada en nuestro rostro. Quién sabe si no seremos incluso capaces de desdoblarnos y ver quiénes éramos entonces, antes de que el coronavirus irrumpiese en nuestras vidas, y quiénes seremos a partir de ahora.
Los científicos y los médicos serán los nuevos arúspices que, en lugar de examinar las entrañas de un animal para vaticinar el futuro, estudiarán con la precisión de un entomólogo cualquier rastro que evidencie un rebrote de la epidemia. Es cierto que la nueva normalidad llegará, pero será una víbora en la almohada que nos mantendrá despiertos y siempre atentos a cualquier nueva incidencia que pueda producirse.
Por otro lado, ni la más brillante literatura de anticipación podría imaginar el nuevo escenario que nos aguarda en materia de ocio: mamparas de metacrilato para separar a clientes en bares y restaurantes, tomas de temperatura en salas de fiestas y discotecas y, en general, prudencia, mucha prudencia.
Ángel Varela