“De la vida me acuerdo, pero dónde está?, se preguntaba Jaime Gil de Biedma en unos de sus versos. Y yo también me pregunto, en medio de esta vorágine, si la desescalada del confinamiento será directamente proporcional a la escalada de nuestros miedos. Ni George Orwell habría podido diseñar un escenario más idóneo para aventar la paranoia. En donde antes había fantasmas, ahora en nuestras pesadillas veremos infectados.
Cuando la épica de los balcones sea memoria y el paso del tiempo nos devuelva al bálsamo de nuestras rutinas, caeremos en la cuenta de que, al menos, un intervalo de dos meses y medio se habrá descolgado del mascarón de proa de nuestras biografías. Será un espacio en blanco que permanecerá emboscado en la maleza de nuestros recuerdos para siempre, un latigazo de surrealismo restallando en la piel de nuestra normalidad.
La angustia se disipará como el humo y regresaremos a las calles, libres ya de franjas horarias, para atornillarnos a los hábitos cotidianos de cada día. El confinamiento nos empujó a cambiar el paso y, cada uno a su manera, se vio obligado a rebuscar en el desván de sus recursos para sobrellevar el encierro lo mejor posible. De toda esta tragedia sólo aspiramos ahora a buscar un desenlace sin escombros.
Durante estos días de alivio nos desbordamos por las calles como un oleaje feroz en busca de sol y aire puro. Va quedando atrás el estallido de los informativos y esa metralla de muertos que nos destripaba el ánimo. Después de tanto sobresalto amartillado en el cuerpo, lo que ansiamos es fondear en el remanso de la normalidad. Más que nunca, necesitamos retornar al mullido colchón de nuestras certezas y acomodarnos de nuevo.
Sin embargo, el nuevo tiempo trae consigo una marea de cautelas y prevenciones. No se trata tanto de conjurar el miedo como de librarse de la incertidumbre. Ahora que los abrazos rotos yacen moribundos en el suelo y las caricias agonizan, necesitamos improvisar un nuevo lenguaje para afianzar el arte de la seducción. Si se impone el distanciamiento social y no podemos besarnos, bueno será al menos que podamos soñarnos.
La voladura controlada de muchas de las normas que conocíamos nos obligará a reinventarnos. Echamos a andar por un camino nuevo sin saber muy bien adónde nos conducirá. Desconocemos a qué playas desiertas pueden llevarnos las decisiones que tomemos en un futuro que ya está aquí. En cualquier caso, como decía Kavafis en uno de sus más célebres poemas, “hay que navegar, aunque jamás regresemos a Ítaca”.
Ángel Varela