Era un tiempo de melancolía. La metralla de los sueños reventaba un cuerpo deshabitado y los recuerdos fluían como una lenta ceremonia de aceite. Un rayo de luz penetraba las entrañas de una misteriosa alcoba, poniendo al descubierto los escorzos de las sombras.

La joven, emboscada en su piel, derramaba la pasión como una fruta madura. Y la oscuridad amainaba en el desorden de los labios, mientras un amante se desplomaba sobre sus muslos inflamados.

Sin embargo, el silencio se posaba imperturbable sobre las hojas de los árboles y advertía que, tarde o temprano, cada deseo encuentra su verdad, su cansancio. Era efectivamente, un apacible tiempo de melancolía y corazones rotos.

La noche, efímera, se fundía en un abrazo de escarcha y unas manos cansadas desbrozaban los recónditos secretos de la infancia. Mientras tanto, la joven sentía una nostalgia fantástica y absurda, como si acabase de regresar del país de la lluvia. Y el olvido, lento pero inexorable, asomaba entre el fulgor del verano y un romántico en ruinas exhalaba su último suspiro.

Cuando la soledad acaricia, con infinita misericordia, el rígido semblante de las estatuas rotas, la joven , con la niebla del deseo que aún se le arremolina entre los párpados, recuerda lo que su amante le dijo la primera vez que se acostaron: “verano, la vida es lujo y va muy lenta”.

Ángel Varela