Sus ojos miraban hacia un espejo roto y veían en él las cuencas vacías del desamor. Quizás por eso las palomas nunca alzaban el vuelo durante su infancia y el olvido amenazaba con quebrar su mirada acristalada.

La noche se desplomaba sobre el día con el sigilo de una pantera, mientras su cuerpo naufragaba entre los restos de cualquier batalla carnal. Él sabía mejor que nadie que, tal y como solían decir los viejos maestros del blues, sólo se canta aquello que se pierde.

Quizás por eso las palomas se abatían, con su palpitante blancura, contra los empañados ventanales de la memoria. Ahora, que ya se sabe derrotado en la batalla contra el tiempo, recuerda lo que le decía su padre cuando era niño: “hay cuatro momentos en la vida de un hombre y, lo último que se sabe del cuarto, es que todo está oscuro y no hay muebles con los que tropezar”.

Pasan los días y, confortablemente anclado entre las ruinas de su inteligencia, es consciente de que está sentado en el puerto de su vida, saboreando un café, sabiendo que nadie vendrá y nadie lo espera. A veces, emboscado en la profunda ingravidez del silencio, recuerda los nombres de algunas de sus amantes y cae en la cuenta de que con una mujer sólo se pueden hacer tres cosas: quererla, sufrir o hacer literatura.

Ángel Varela