Unas cuantas décadas trabajando con adultos de diferentes perfiles (directivos, profesionales, universitarios recién graduados…) en procesos que bien podríamos denominar de intervención psicológica, te permiten tener una idea aproximada de los problemas más recurrentes que estos plantean, tanto en el plano profesional como personal (e incluso, y más bien, en el influjo que mutuamente generan ambos planos). Sin ánimo de ser exhaustivo, algunas de esas inquietudes son las siguientes:
La falta de consciencia sobre la propia eficacia. El pedirles a muchas de estas personas que determinen las experiencias más relevantes que han tenido y traten de especificar qué hicieron en esas situaciones para sacar adelante un problema o tomar una decisión, les abre perspectivas insospechadas. Por ejemplo: ciertas personas son bastante efectivas dirigiendo equipos de trabajo. Consiguen un alto grado de eficacia en sus colaboradores y no necesitan controlar en todo momento sus tareas. Y lo hacen logrando que su equipo trabaje con cierto grado de autonomía. Algunas de ellas piensan que sus conocimientos técnicos, su saber-hacer profesional, ha sido la clave de su éxito. Hasta que se dan cuenta que el cómo tratan a esas personas -con una mezcla de “despacho abierto y conversaciones de pasillo”- ha sido fundamental para conseguirlo. Lo más básico y lo menos sofisticado ha obrado el milagro. En la medida en que esa relación causa-efecto queda fijada en su mente, el ciclo de la toma de consciencia se cierra definitivamente. La autoeficacia se instala en su ánimo, ya que saber qué resorte se debe de poner en marcha para conseguir determinados resultados, les permite volver a utilizarlo en situaciones análogas.
La entropía psíquica. El psicólogo polaco Mihaly Csikszentmihalyi acuñó en su momento el término “entropía psíquica” para referirse a situaciones de desorganización y caos interior. Por supuesto, intentar poner un cierto orden en ese caos mental es fundamental para aquellas personas que se sienten muy agobiadas por ese ruido interior, que ciertas tradiciones filosófico-espirituales denominan de manera tan expresiva el “mono loco”. Algunas de estas personas empiezan a sentirse aliviadas cuando descubren que esa atención hacia lo interior puede ser desviada hacia el exterior, recurriendo a actividades que requieran un alto nivel de concentración. La idea del contrapeso, del reequilibrio, de aceptar el mal afecto, pero contraponiéndole un peso que lo iguale o supere, empieza a instalarse en sus vidas. Y sí, sin duda, es un factor de maduración personal nada desdeñable.
El “quiero encontrarme bien”. Relacionado con la anterior, está presente la presuposición que en la vida uno tiene que estar bien siempre. Y recalco la palabra tiene, porque parten de esa presuposición. Normalmente, esta aspiración suele descansar sobre la creencia de que el confort material discurre en paralelo al emocional. El razonamiento utilizado es del tipo “si tengo una casa cómoda, es lógico que yo también me sienta cómodo”. Pero las cosas no funcionan de esa manera. Nuestro organismo sigue, en cierto sentido, su propio camino y, llegados a un cierto nivel material, más de lo material no se traduce necesariamente en mayor bienestar psicológico. Los estresores son tan diversos que, por ejemplo, la falta de control y de previsión sobre nuestro trabajo puede generar un estrés crónico que derive en altos niveles de ansiedad. Pero es que, además, las fluctuaciones en los estados de ánimos son la norma. Mucho de dopamina en determinados momentos, augura menos de ese neurotransmisor en otros. Cuando se entiende bien este principio, se está en disposición de tolerar mejor nuestros “malos días en la oficina”.
El querer serlo todo. Se quiere ser todo y, lo más complicado, al mismo tiempo. En esa agonía, el tiempo que se pierde para profundizar en nuestras virtudes resulta crítico. Y a veces son años, demasiados. La determinación de una hoja de ruta resulta costosa, porque implica al mismo tiempo dejar de lado otras opciones. Además, muchas veces el enfoque dado a nuestros problemas es deficitario en vez de ser generativo. Es muy frecuente, más de lo que podríamos llegar a imaginar, el caso del profesional o directivo que lamenta profundamente su imperfección y se relame esa herida continuamente. El introvertido pretende pasar a ser extrovertido por desear la capacidad de “hacer amistades” de éste. Y se olvida de lo que la introversión puede aportarle para realizar trabajos que requieran alta concentración y cognitivamente exigentes. Obvian el principio del intercambio de valor, del ser conscientes que, profundizando en sus fortalezas, pueden aportar lo que otros muchos carecen -y valoran-. Tienen, por así decirlo, su mirilla puesta en el foco inadecuado.
El sinsentido de ciertos hábitos. Ciertos esquemas de trabajo resultan claramente ilógicos y por añadidura ineficientes. Hace unos meses, un importante investigador, de los más importantes de España en su especialidad -al que había acompañado en un proceso de reorientación profesional- me comentó la enorme dificultad que tenía para escribir artículos divulgativos de su actividad. Le pregunté cómo abordaba esa tarea y me comentó que siempre empezaba por el principio y seguía escrupulosamente el orden lógico de la exposición (es decir, que hasta que no terminaba definitivamente el primer párrafo, no empezaba por el segundo). Le comenté que por qué no trabajaba con un enfoque de aproximaciones sucesivas, conformando cada párrafo progresivamente y operando con una dinámica adelante-atrás en la configuración global del texto. Me confesó, entusiasmado, que nunca se le había ocurrido semejante posibilidad (sic). El problema subyacente a este sinsentido es que, para determinados tipos de personas, “ellos son sus hábitos”. Y esto ocurre porque confunden a estos con sus valores esenciales. Hasta que, por fin, caen en lo endeble de esa presuposición.
¿Qué hacer entonces? Pues no otra cosa que recurrir a la sabiduría ancestral, tan pertinaz y clarificadora al respecto. Muchas personas empiezan a desalojar de su cabeza todas estas inquietudes –algunas de ellas crónicas- en el momento que empiezan a darse cuenta de lo valiosos que pueden resultar para otros. Quizás no haya mejor regalo en la vida que esta te dé todas las oportunidades posibles para demostrarlo.
Lucas Ricoy