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José Manuel López García
Cartas al Director
Mi columna

Una serie para el recuerdo

30-01-2023

Recientemente he leído que alguna de las actuales plataformas de streaming va a volver a emitir la serie Doctor en Alaska (Northern Exposure, en su denominación original). Sin duda es una serie que dejó una impronta imborrable, y no lo digo como mera percepción subjetiva, sino por el abundante número de comentarios en clave manifiestamente nostálgica realizados en las redes sociales. 

He vuelto a bucear en mis recuerdos para preguntarme por el porqué de aquel éxito, no multitudinario, eso sí, (en España se emitió por La 2, y eso en la televisión de aquella época ya era toda una declaración de intenciones) pero sí especialmente relevante en ciertos públicos considerados como minoritarios. Sin duda, la representación del día a día en una pequeña comunidad, con personajes liberados de muchos pesos y prejuicios, fue clave de todo ello. El personaje del doctor Fleischman –un judío neoyorkino acomplejado y temeroso- actuó como elemento de contraste. Aquella era una comunidad de individuos más o menos bien avenidos (la perfección no existe) que sobre todo se dedicaban a vivir la vida o, mejor dicho, a vivir su vida de forma genuina y auténtica. Como suele decirse, “a su aire”. 

El escritor y periodista Sergio del Molino declaraba hace unos días que “eran libres porque aceptaban su destino”. Su frase resonó con fuerza en mí, tocando lo más profundo e íntimo. Tengo la sensación de que el contexto tecnológico en que nos movemos –y no seré yo quien diga que todo lo que ha aportado es negativo- ha hecho mucho daño en este sentido. Daño derivado, por ejemplo, de asomarnos a un mundo –ficticio- donde todos sus protagonistas parecen estar haciendo cosas maravillosas y transcendentales, excepto tú. Esa sensación hay que saber digerirla, sobre todo cuando se tiene constancia de lo aparente que es el logro que acompaña la vida de tantas personas. Apariencia que, a la postre, no siempre tiene plena correspondencia con la realidad de los hechos. No todo el mundo está igualmente preparado para hacer esa digestión, porque requiere de saber mirarse primero a sí mismo, para saber después qué puede ofrecer de verdad, sin dejarse afectar en exceso por las valoraciones ajenas. 

Soy muy partidario de realzar la experiencia subjetiva de todo lo que hacemos para ser capaces de averiguar a partir de ella que es lo que realmente queremos hacer con nuestra vida. Para ello necesitamos sustraernos de esa sensación de sentirnos enjuiciados. Hay que recuperar plenamente la consciencia de que la vida vale la pena cuando experimentamos que vale la pena, sin más. Eso no puede ser un valor de mercado, ni debería estar sometida a ningún escrutinio. Y si lo está, deberíamos de aprender a que éste nos importe muy relativamente.  

Lo cierto es que ese sentimiento de minusvaloración está haciendo mella en muchos jóvenes, a veces con efectos demoledores. Incluso alguien como yo, tan proclive o tan dispuesto a marcar distancia, no está libre de verse afectada por ese síndrome. Uno ha de cuidarse mucho de no caer en él, porque el peligro de compararse primero y rebajarse después a base de diálogos internos demoledores está siempre acechando. 

Hace años leí un libro muy sugerente, del que ya he hablado en alguna ocasión, cuyo título es La vida simple (escrito por Carlos Fresneda) y hace poco vi Fue la mano de Dios, una película de ese cineasta del tipo “lo odias o lo amas” que es Paolo Sorrentino. No son la misma cosa, pero ambos tienen ese denominador común del vivir con otro ritmo, siendo más que haciendo, y con pequeñas comunidades y/o redes sociales (de las auténticas, no de las virtuales) en el papel de sostén, apoyo y –sobre todo- factor de aceptación incondicional. 

Este verano he tenido experiencias muy reveladoras en este sentido: momentos extraordinarios donde he compartido mesa (con su correspondiente sobremesa) con familiares y amigos de familiares. La vida emerge con fuerza en esas ocasiones. Digo más: hay algo manifiestamente divino en todo ello. Hasta discutir tiene sentido, porque forja también a la comunidad, creando lazos en el fondo mucho más consistentes. Cada cual es de manera genuina y se evidencia una aceptación implícita, verdaderamente reparadora y sanadora de muchas sobrecargas y complejos.  

Y es que las pequeñas comunidades han sido ensalzadas y criticadas, sin solución de continuidad. Todos hemos sido testigos de comportamientos ambivalentes, pero, al mismo tiempo, genuinamente humanos: vecinos que se apoyan y se critican, se critican y se apoyan. Recuerdo, en este sentido, el texto con el Steven Pinker finalizaba su libro La tábula rasa -extraído de una novela de Bashevis Singer-, un fragmento en el que una antigua pareja se ve después de años de guerra y campos de concentración y su primer diálogo es el reproche de ella por lo poco que vale la actual compañera de él. Sí, las pequeñas comunidades son muchas veces como esa vieja del visillo de José Mota. Y sí, lo cierto es que los seres humanos refuerzan sus relaciones también a base de disputas, diferencias, reproches…conflictos, en definitiva. Los bonobos, esos antropoides tan tan parecidos a nosotros, viven esa vorágine de idas y vueltas todos los días. Pero persisten en cuidar unos de otros, a pesar de todo (como es bien sabido, despiojándose y acicalándose mutuamente, por ejemplo). 

Quizás en el equilibrio esté la virtud y nada en demasía sea recomendable. Pero el camino que estamos tomando está empedrado de riesgos que no deberíamos pasar por alto. Por ejemplo, el del continuo socavamiento y erosión de nuestra propia humanidad. Quizás haya llegado el momento de enderezar ese camino. 

Lucas Ricoy


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