Hace unas semanas tuve la oportunidad de visionar un video en el que se entrevistaba a Thierry Henry, todo un referente del fútbol europeo de hace un par de décadas. En la entrevista se abordaba, entre otros asuntos, las razones del éxito competitivo del fútbol español en los últimos años. Para Henry, una de las claves de ese éxito es que los futbolistas españoles son muy inteligentes (utilizó concretamente el término “smart” queriendo, quizás, acentuar de manera intencionada la idea de una inteligencia que es ejercida de manera elegante). ¿En qué se basaba Henry para afirmar tan taxativamente algo que, cuando menos, suena raro y extraño tratándose -precisamente- de fútbol y futbolistas? Su explicación no tiene desperdicio (y, por cierto, ejemplificaba en la figura de David Silva lo que quería decir): sin pretender ser literal, afirmaba que al futbolista español se le entrena desde pequeño para “escanear” el campo y tomar las decisiones más oportunas en cada momento. Así que, en base a esta visión, podemos intuir situaciones en las que un jugador ve una disposición táctica, intuye espacios y decide qué es mejor: si un pase en corto y hacia atrás, si un pase largo para cambiar el juego de banda o si, quizás, un pase en profundidad que penetre por los espacios situados entre centrales y laterales.
La cuestión es que, además, el cultivo de la inteligencia requiere de habilitar ciertos espacios de aprendizaje (con sus correspondientes medios y recursos, por supuesto). Y ahí entra en juego el denominado aprendizaje asociativo, mediante el cual enviamos a la memoria a largo plazo (que para algunos incluiría la denominada memoria muscular) conexiones entre estímulos y respuestas, que después el cerebro se encarga de extrapolar a situaciones que presenten la suficiente carga de similitud con las vividas en la experiencia de aprendizaje. En un artículo que publiqué en esta red social, comentaba al respecto lo siguiente:
“Pensemos, por ejemplo, en un jugador de fútbol que pasa a ser entrenador de categorías inferiores. Ahora le toca a él recuperar experiencias, revivirlas y articular un discurso comprensible sobre cómo lo conseguí. Los entrenamientos ayudarán a captar, pero las instrucciones serán imprescindibles. La conexión entre -por ejemplo- la visión panorámica y la elección del mejor pase será fruto del continuo entrelazamiento entre coordinación visomotora (del que aprende) y órdenes verbalizadas (del que enseña). Años después, el aprendiz -quizás- tenga que asumir ese mismo papel, dándole continuidad al ciclo del aprendizaje”.
El psicólogo norteamericano Edward Thorndike -artífice de este modelo/ley del aprendizaje asociativo anteriormente mencionado-, estableció la distinción entre inteligencia abstracta, mecánica y social. Desde mi punto de vista -y frente a otros modelos excesivamente cerebrocéntricos- se trata de una distinción muy acertada. Este modelo descarta que la inteligencia sea algo estrictamente cognitivo -cerebral en el sentido habitual del término-, sino que tiene un fuerte componente operatorio y, por supuesto, orientado -también- a la interacción social. Para un buen número de investigadores, esa maduración de los mencionados planos o componentes llega, de hecho, en diferentes etapas de la vida. La abstracta-cognitiva sobre los 16-17 años -siendo el estímulo intelectual, esto es, el “bombardeo” suficientemente intenso de conceptos, ideas, datos, operaciones etc fundamental para su optimización- (en lo estrictamente numérico para conseguir que el alumno avance hasta donde le sea posible a lo largo del continuo matemáticas básicas-geometría-álgebra-cálculo) y la social, sobre los 25 años, edad en la que se supone que madura definitivamente el lóbulo prefrontal (necesario para emprender acciones con sentido adaptativo).
Alguien dijo una vez que los muy inteligentes se distinguen por su habilidad para manejarse en situaciones de intensa interacción social. Es una visión reduccionista, pero que nos lleva a identificar alguna que otra paradoja: por ejemplo, la de esos genios en el uso de programas y aplicaciones informáticos -algunos de los cuales han puesto en jaque los dispositivos de seguridad de agencias y entidades financieras-, que, al mismo tiempo, son incapaces de manejarse con solvencia en el arte de las relaciones sociales.
Esa capacidad para analizar situaciones, identificar lo eidético y extrapolar conductas para adaptarlas a lo que no es (similar), determina un aspecto esencial y propio de la inteligencia y descarta cualquier posibilidad de que la Inteligencia Artificial pueda ser realmente inteligente. Lo apunta de manera contundente el filósofo y matemático Carlos M. Madrid en su Filosofía de la Inteligencia Artificial, defendiendo la idea de que la propuesta de concebir la mente como una computadora (y viceversa, la IA como mente humana) es desencarnar la inteligencia, es decir, concebirla al margen del organismo que la aloja. Ello reduce su ejercicio a las operaciones formales (ya sean lingüísticas o aritméticas), descartando las operatorias (y añado por mi parte: las relacionales). En el fútbol -y en la práctica deportiva en general- sería tan absurdo como pensar que un jugador es bueno solo porque ha visto muchos partidos de fútbol en la tele, se conoce el nombre de todos los jugadores y tiene claro como estos se disponen tácticamente en el campo. Quizás, por eso, sea tan raro el tipo de entrenador que ha pisado poco césped (competitivo) y mucho más habitual el que viene de picar piedra en el mismo.
Así que, cuando estimemos la posibilidad de que la inteligencia sea ejercida en una actividad deportiva tantas veces asociada al tópico del “encefalograma plano”, parémonos por un momento a pensar lo que supone para un jugador “ver” al resto de los jugadores, anticipar movimientos, estimar -en décimas de segundo, como mucho- que acción es la más efectiva y pensar que el balón es una herramienta y que esa inteligencia en ejercicio está creando en cada jugada algo nuevo con ella. Incluso, a veces, de una belleza abrumadora.
Lucas Ricoy