En España, hablar de vivienda se ha convertido en un sinónimo de desesperación. Comprar un piso es un sueño cada vez más inalcanzable y alquilar se ha transformado en un lujo. Los sueldos, estancados en cifras ridículas frente al coste de la vida, no alcanzan para cubrir lo más básico. Mientras tanto políticas públicas parecen diseñadas para mantenernos siempre un paso por detrás, perpetuando una crisis que no discrimina ni partidos ni ideologías, gobierne quien gobierne, las consecuencias las sufrimos siempre los mismos.
El salario medio en España apenas ha experimentado subidas reales en las últimas décadas, especialmente cuando se ajusta al coste de la vida. El Índice de Precios al Consumo (IPC), que debería reflejar las necesidades de los ciudadanos, se calcula con promedios del año que ya terminó que, además de estar desfasadas, no tienen en cuenta las subidas desproporcionadas de bienes esenciales como la vivienda, la energía o los alimentos, del año que va a comenzar, siempre vamos por detrás, la subida es en enero y en el mismo mes, ya hay aumento de precios de casi todo, sin contar lo que está por llegar, como consecuencias de la guerra de Ucrania, de Oriente Medio etc..
La estrategia es clara, maquillan los datos para hacernos creer que estamos mejor de lo que realmente estamos, pero la realidad se siente en cada factura, en cada alquiler imposible de pagar, en la cesta de la compra. Los hogares viven al límite, el ahorro, para muchos, es un concepto que quedó enterrado hace tiempo.
El acceso a una vivienda digna, reconocido como un derecho fundamental, se ha convertido en un privilegio reservado a unos pocos. Los precios de alquiler en las ciudades son prohibitivos y en las zonas rurales, las oportunidades laborales son escasas. Comprar una vivienda exige un esfuerzo desmesurado que puede hipotecar décadas de vida, si el banco lo concede. Mientras tanto los gobiernos prometen soluciones que nunca llegan. Los bancos siguen aplicando criterios rígidos para las hipotecas y las políticas de vivienda social son insuficientes, cuando no inexistentes.
Por cada ayuda que se anuncia, hay miles de familias que quedan fuera, atrapadas en un ciclo interminable de precariedad.
La sanidad pública, uno de los pilares del Estado del bienestar, lleva años en caída libre. Las listas de espera son interminables, los recursos escasean y el personal sanitario, agotado, no da abasto. Los recortes, la mala gestión y la falta de inversión han llevado al sistema al borde del colapso y quienes tienen recursos optan por la sanidad privada, dejando a los más vulnerables sin alternativas.
En educación, el panorama no es mejor. Los recortes han dejado a los centros públicos con menos personal, menos recursos y menos oportunidades para los estudiantes. Los discursos políticos se llenan de promesas vacías, mientras los profesores luchan por mantener un sistema que apenas se sostiene y como siempre, son las familias más humildes las que pagan el precio más alto.
En este contexto de crisis, el anuncio de subir las pensiones un 2,8% resulta insultante. Esta cifra está lejos de compensar la inflación real que sufren los pensionistas, quienes han dedicado su vida al trabajo y ahora ven cómo su poder adquisitivo se evapora, con una subida tan ridícula, lo que realmente nos están diciendo es que debemos conformarnos con menos, que no merecemos más.
El problema no es solo económico, es también psicológico y social. Cada nueva medida que ignora las necesidades de la población, alimenta una sensación de abandono y desamparo. Parece que los gobernantes viven en una burbuja, desconectados de la realidad. Prometen, debaten y legislan, pero las soluciones reales no llegan.
Ante este panorama, la indignación es inevitable, nos enfrentamos a un futuro incierto en el que la lucha por lo básico, un techo, sanidad digna, una educación adecuada y una vejez tranquila, se vuelve cada vez más difícil. Lo que está claro es que los ciudadanos no somos tontos. Sabemos cuándo los datos están maquillados, cuándo las promesas son falsas, cuándo nos están tomando el pelo.
Porque gobernar no debería de ser un juego de discursos vacíos. Gobernar es cuidar de las personas, garantizar sus derechos y proteger su dignidad. Algo que a día de hoy sigue siendo una asignatura pendiente en España.
Conchi Basilio