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José Manuel López García
Cartas al Director
Mi rincón

La verdad silenciada

18-09-2025

¿Por qué tanto pelear cuando estamos vivos en la Tierra, por cuatro baldosas, por una pared levantada o un trozo de terreno? La pregunta es tan vieja como actual, y no deja de ser un espejo incómodo en el que muchas familias, pueblos e incluso naciones se miran a diario. Nacemos sin nada y, cuando llegue la hora de partir, no podremos llevarnos nada. Sin embargo, entre el nacimiento y la muerte, buena parte de las energías humanas se consumen en disputas por posesiones que, en el fondo, son prestadas. 

El egoísmo parece tener raíces hondas. La biología lo explica como un instinto de supervivencia, asegurarnos un espacio propio, defender recursos, garantizar la transmisión de lo que creemos nuestro. La cultura, por su parte, lo multiplica, nos enseña desde pequeños que tener más es sinónimo de valer más, que las posesiones miden el éxito, que el prestigio se edifica sobre títulos de propiedad y balances bancarios. La consecuencia es visible, vecinos enfrentados por lindes, hermanos que rompen su relación por herencias, sociedades fracturadas por la obsesión de “ser más que el otro”. 

Pero ¿hasta dónde llega ese egoísmo? ¿Dónde se encuentra el límite entre la legítima aspiración a una vida digna y el deseo insaciable de acumular? La respuesta, quizá, está en el modo en que concebimos el valor humano. Si seguimos atados a la idea de que valemos por lo que poseemos, el límite será siempre inalcanzable. Si, en cambio, aceptamos que la verdadera medida de una vida está en lo que se aporta y no en lo que se atesora, la perspectiva cambia radicalmente. 

Hay, además, un aspecto especialmente doloroso, no siempre se debe quitar a otro lo que le corresponde legalmente, para priorizar lo propio. Muchas veces alguien actúa convencido de que tiene más derecho, porque cree en una realidad, que considera que lo avala. Sin embargo, no sabe la verdad que se esconde detrás, una verdad silenciada, fruto de esfuerzos y sacrificios en la sombra, que mientras uno trabaja sin descanso, otro nunca se molestó en preguntar, en escuchar, en mirar más allá de sus certezas, se cree siempre en posesión de la verdad, una verdad que no sabe, una verdad que se ocultó para no dar que hablar, para guardar las apariencias. Y esa falta de diálogo, esa ignorancia, abre heridas más profundas que cualquier litigio. 

Las luchas por bienes materiales rara vez dejan vencedores reales. Puede que alguien conserve la casa o la finca, pero en el camino se han desgastado afectos, se han dicho palabras irreparables y se han sembrado resentimientos que pesan mucho más que cualquier hipoteca. Y siempre sale perdedor, quien más ha aportado, quien ha luchado hasta el final, pero en la sombra. ¿De qué sirve entonces ganar cuatro baldosas si se pierde una familia, una amistad o una paz interior?  

Es cierto que todos necesitamos un techo, comida y seguridad. Nadie discute lo básico. El problema surge cuando la posesión se convierte en un fin en sí mismo, cuando el egoísmo devora la empatía, cuando el “yo primero” se convierte en el único credo. Ese impulso deshumaniza, y en última instancia nos vuelve prisioneros de lo que creemos poseer. 

Frente a esta tendencia, cabe recuperar una verdad sencilla, lo único que permanece es lo que damos. Ni la riqueza acumulada ni la apariencia social nos acompañarán cuando llegue el último día. Lo que sí puede permanecer es la huella que dejamos en los demás, un gesto de cuidado, una palabra a tiempo, un vínculo que no se rompe. 

Quizá la pregunta que deberíamos hacernos no es “¿Qué dejaré en el recuerdo?”. Porque la memoria humana no se mide en metros cuadrados, sino en cariño, justicia y dignidad. Cuando ese cambio de mirada se asume, la obsesión por competir se vuelve innecesaria, y el valor de compartir se convierte en brújula vital. 

El mundo actual, marcado por crisis económicas, climáticas y sociales, necesita menos peleas por parcelas y más acuerdos por convivir. Necesita menos carreras por acumular y más apostar por cuidar. No se trata de idealismo ingenuo, sino de simple realismo, la vida es demasiado breve para gastarla en batallas por lo efímero. 

Al final, la tierra que disputamos será la misma en la que todos descansaremos. La diferencia estará en cómo decidimos vivir antes de llegar allí. Y tal vez la lección sea clara, las cuatro baldosas que tanto defendemos no valen más que la paz que podemos construir con quienes nos rodean, porque la mejor almohada, siempre será una conciencia tranquila de que has obrado bien con todos, aunque no se sepa, aunque algunos sigan creyendo estar en posesión de la verdad, sin haber ni tan siquiera preguntado nada de nada. Prefieren seguir viviendo en la ignorancia, en su vida ideal. De cara al escaparate.

Conchi Basilio


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