La corrupción ha sido una constante incómoda en la historia reciente de la democracia española. No pertenece a una sola ideología, ni puede despacharse como una sucesión de casos aislados. También están las empresas corruptoras.
Ha afectado, con mayor o menor intensidad, a quienes han gobernado durante largos periodos. Sin embargo, el problema de fondo hoy no es solo la existencia de nuevos escándalos, sino el uso partidista y agresivo que se hace de ellos, especialmente desde la oposición.
El Partido Popular acumula el mayor número de casos de corrupción acreditados judicialmente en España. Gürtel, Bárcenas y la existencia de una caja B probada por sentencia, marcaron un punto de inflexión histórico. A partir de ahí se destaparon tramas como Púnica, Lezo, Taula, Brugal, Palma Arena o Andratx, que mostraron un patrón repetido, adjudicaciones públicas amañadas, comisiones ilegales, financiación irregular y redes clientelares profundamente enraizadas en determinadas administraciones. El caso Kitchen añadió un elemento especialmente grave, al demostrarse el uso de recursos del Estado para proteger al partido de sus propios escándalos.
Más recientemente, el llamado caso Montoro ha abierto una sospecha inquietante, la posible utilización del Ministerio de Hacienda, para adaptar normas fiscales a los intereses de grandes empresas, mediante pagos indirectos a un despacho vinculado al exministro. Aunque la investigación sigue abierta, el mero hecho de que se cuestione la neutralidad del poder legislativo, ya supone un daño severo a la confianza institucional.
El PSOE tampoco está exento de responsabilidades. Casos como Filesa, en los años noventa, destaparon sistemas de financiación ilegal. El caso Gal evidenció hasta qué punto el poder puede degradarse cuando se emplean fondos públicos para fines ilícitos de extrema gravedad. El caso de los ERE en Andalucía mostró una gestión opaca y negligente de enormes cantidades de dinero público, con condenas a altos cargos autonómicos. Y las investigaciones más recientes relacionadas con contratos públicos durante la pandemia mantienen al partido bajo su escrutinio judicial.
Todo esto debe decirse sin ambigüedades, la corrupción debe combatirse venga de donde venga. Pero precisamente por eso resulta profundamente contradictorio el discurso que el Partido Popular mantiene desde que no pudo gobernar en las elecciones generales de 2023. Desde entonces, su estrategia política se ha centrado casi exclusivamente, en exigir elecciones de manera constante y en utilizar cualquier investigación que afecte al PSOE como munición, sin distinguir entre sospechas, causas abiertas y sentencias firmes.
No se trata de una oposición constructiva, sino de una política del ruido. Se busca generar confusión, instalar la idea de que todo es igual y diluir responsabilidades propias largamente acreditadas. Esta estrategia no fortalece la democracia, la debilita, porque sustituye el debate por la crispación y la reflexión por el titular incendiario.
A esta forma de actuar se suma una preocupante doble vara de medir. Se reclaman dimisiones inmediatas cuando los errores afectan al adversario, pero se protege a dirigentes propios incluso ante hechos de enorme gravedad. La negativa a asumir responsabilidades políticas tras tragedias con centenares de víctimas transmite un mensaje devastador, que el poder se protege a sí mismo antes que responder ante la ciudadanía. No es una cuestión penal, sino ética y política, de momento.
Existe además una percepción social ampliamente compartida, aunque difícil de demostrar judicialmente, de prácticas como el tráfico de influencias, las puertas giratorias o las relaciones privilegiadas con determinados intereses económicos siguen presentes. La falta de pruebas no equivale a inexistencia, sino a una sofisticación de los mecanismos que las ocultan.
Resulta especialmente preocupante que, en este contexto, el tono del debate político haya derivado hacia la descalificación constante y el insulto velado, y hasta no tan velado en algunas ocasiones. Esa no es una forma correcta ni responsable de hacer oposición. La crítica es legítima, la crispación, no. La ciudadanía no es ingenua, tiene memoria, criterio y experiencia suficiente para distinguir entre la exigencia honesta de responsabilidades y el uso oportunista de la corrupción como arma arrojadiza. La regeneración democrática no se construye señalando siempre al otro, sino empezando por asumir los propios errores, actuando con coherencia y recuperando el respeto institucional.
Sin ejemplaridad no hay credibilidad, y sin credibilidad, ningún discurso sobre moral pública puede sostenerse. Elegir lo menos malo no es resignación, sino memoria, criterio y una forma consciente de defender la democracia frente al ruido y la manipulación.
Conchi Basilio