Su carácter compasivo y su trágica muerte en un accidente han inmortalizado su figura.
Que se cumplan 20 años de su brutal desaparición pone de manifiesto la fragilidad de la existencia. El azar o, si se quiere, la mala suerte han aniquilado las grandes ilusiones de una joven mujer. Aunque muchos preferirán hablar de destino. Yo prefiero decir que la casualidad también es artífice o el causante de muchos cambios vitales.
Quiero creer, mientras no haya pruebas, que en la muerte de Diana no ha habido conspiraciones de ningún tipo siendo el resultado de una concatenación de circunstancias desgraciadas. Una de ellas es que los ocupantes del vehículo no llevaban puesto el cinturón de seguridad.
Su boda con el príncipe Carlos fue vista en televisión por más de 750 millones de personas. El ser la princesa del pueblo le dio una elegancia y un atractivo especiales ante el pueblo inglés y también respecto al mundo. Su labor en pro de los más desfavorecidos y su actitud abierta y alegre hacia los demás hizo que conquistara la simpatía de numerosas personas en todo el planeta. Y me parece bien que así haya sido.
Los avatares de la existencia de Diana son la expresión de la igualdad de las personas ante los grandes problemas que se pueden afrontar, aún con riqueza y con una muy elevada posición social.
Los hijos de la princesa fueron, probablemente, los más afectados por la trágica desaparición ya que eran prácticamente unos niños o muchachos. Guillermo tenía quince años y Harry doce. Y es sabido el incalculable valor que atesora una madre entregada en cuerpo y alma a sus vástagos. Es perfectamente entendible que fuera un golpe terrorífico saber que su madre había muerto por un accidente repentino.
La alegría que Diana de Gales expresó en los actos en los que participó como princesa son una muestra de su optimismo vital y son la confirmación de sus denodados esfuerzos por acabar con la injusticia, el hambre, la intolerancia, el sufrimiento, la violencia, etcétera.
EL 31 de agosto de 1997 el impacto mediático del fallecimiento de la princesa de Gales fue brutal e increíblemente amplio. Resonó la noticia en todo el planeta.
Diana poseía un portentoso magnetismo que conquistaba los corazones de los que la trataban y también de la muchedumbre a la que saludaba. Se comprende que durante estos veinte años las revistas y los medios de comunicación hayan seguido hablando y publicando reportajes y fotos de esta extraordinaria mujer.
Representó, en cierta manera, algunos de los grandes valores éticos del cristianismo en su conducta cotidiana o, al menos, en una parte de la misma, especialmente en los actos de ayuda humanitaria y en la colaboración con causas que favorecían a los más necesitados de asistencia. En este sentido, es indudable que su labor continuada en el tiempo fue magnífica.
Parece ser que, según el análisis grafológico de la escritura de Diana, se puede afirmar que poseía una personalidad madura y afable. También era creativa y observadora y con un realismo que combinaba con aspectos idealistas. Asociaba muy bien las ideas, pero tenía cierta tendencia a dar vueltas a las cosas y le suponía un relativo esfuerzo simplificar. Además, poseía un elevado sentido práctico.
Su muerte a los 36 años sobrecogió al mundo. Pero el recuerdo de su vida y de sus actos nos acompañará siempre. Es duro pensar que su vida fue truncada o cortada de raíz a una edad en la que estaba iniciando una trayectoria que podía haberse extendido durante más de cuarenta años. De todas maneras, es positivo saber que vivió el presente con la máxima intensidad y logró muchas cosas en vida.
José Manuel López García