Hay miles de periodistas en España, honestos y comprometidos, que ejercen su profesión lo mejor que saben y pueden. Sin embargo, los informadores que copan las tertulias en emisoras de radio y televisiones son una abrumadora minoría. Algunos de ellos eran periodistas, derivaron en tertulianos y, en los casos más graves, en personajes de sí mismos.
Todo lo saben y todo lo entienden. Y están especialmente adiestrados para opinar, en cuestión de segundos, sobre todo lo que se les ponga por delante. Lo mismo disertan sobre el déficit de la balanza de pagos que sobre los emperadores chinos de la dinastía Ming. Sus opiniones son el nuevo oráculo de Delfos y suenan a verdad revelada.
A poco que uno se esfuerce puede desayunar, comer, cenar e irse a la cama con estos opinadores profesionales, algunos de ellos sobrados de ínfulas y soberbia, a los que habría que recordarles, con humildad e ironía, la definición de Chesterton sobre el oficio. Decía el escritor inglés que el periodismo consiste en informar de la muerte de lord Jones a gente que ni tan siquiera sabía que lord Jones estaba vivo.
No es que sus capacidades profesionales sean superiores a los de cualquier otro informador que ejerce hoy en nuestro país. Simplemente tienen mejores contactos que la mayoría de los periodistas que pueblan las redacciones. Se codean con los directores y con los miembros de los consejos de administración de los medios, comparten a menudo mesa y mantel con ellos, y aprovechan ese privilegio para hacerse omnipresentes.
Ayer, sin ir más lejos, soñé que Paco Marhuenda se levantaba de la misma cama que yo. ¿O se trataba de Eduardo Inda? Francamente, no estoy seguro. El caso es que me he acostumbrado a su constante compañía y tengo dificultades ya para averiguar en qué preciso escenario me los encuentro.
Hablamos a menudo de la incidencia acumulada de casos de coronavirus a siete y catorce días, pero habría que ver cuál es esa misma incidencia, en idéntico período de tiempo, cuando nos referimos a las intervenciones de los miembros de la nueva aristocracia del periodismo: los tertulianos.
Y ya no hablamos de aquellos otros que imponen los partidos políticos en los principales programas de radio y televisión. Se aseguran su presencia en los medios para que divulguen consignas y estrategias y, en definitiva, mantengan bien ventilados los pesebres que les dan de comer.
Como el periodismo se parece al judo en que hay que aprender a caer y, desgraciadamente en nuestros días por la precariedad profesional y laboral, su ejercicio es a menudo una tarea heroica, recuerdo con frecuencia la advertencia que un veterano informador hacía a un joven que velaba sus primeras armas en el oficio: “no le digas a tu madre que eres periodista, es mejor que siga creyendo que tocas el piano en un burdel”.
Ángel Varela