Hay lecturas que te inducen a reflexionar sobre cuestiones de una absoluta transcendencia. Una de ellas es cómo lograr compatibilizar el desarrollo personal con un diseño socioeconómico que permita que ese desarrollo siga siendo posible. Lo cual requiere no solo de una reflexión filosófica, sino de disposiciones políticas concretas.
Siguiendo esta línea de pensamiento, Michael Sandel reflexiona sobre la cuestión de la valoración de mercado de los méritos, desligándola del esfuerzo aportado por cada cual. Hay personas que hacen un trabajo esmerado, fruto de una total entrega y que, sin embargo, no se ven recompensadas por un mercado que desconsidera sus aportaciones. Los flujos de la valoración social pueden pasar perfectamente de largo por delante de jóvenes científicos desarrollando antitumorales en favor de youtubers nadando en la abundancia y viviendo de la nada.
Ello nos lleva a la cuestión de la retribución (no entendida en sentido estrictamente monetario, sino de reconocimiento o estatus) un asunto que ha sido objeto de apasionados debates. Si lo que hacemos es con la espera de lograr un retorno acorde a lo hecho, podemos encaminarnos a la frustración absoluta. Esa retribución llega...o no, precisamente porque está al albur de lo que el mercado dictamine, y en cada momento.
Otra cuestión sobre la que reflexiona Michael Sandel está centrada en las actitudes que este juego provoca en las personas: los ganadores de ese juego pueden caer (y lo hacen frecuentemente) en actitudes de soberbia meritocrática, muy conectada en otros tiempos con la satisfacción por saberse los elegidos. Sandel pone en evidencia la disyuntiva entre el dominio del propio destino frente a la ética de la gratitud y la humildad. Se tiende a pensar en lo que una persona puede construir desde sí mismo, más que pensar en todo aquello que le ha construido. Sandel defiende que este tipo de personas olvidan con frecuencia lo mucho que les han ayudado la fortuna (o la posición de partida de la que se han beneficiado, incluida la acumulación de riqueza proveniente de generaciones anteriores). Fortuna y buena suerte traducibles en un "estar en el sitio adecuado en el momento oportuno", por ejemplo.
Recuerdo los comentarios que la serie de televisión Fariña suscitó en medios de la capital de España. El tono general fue de sorpresa por la calidad de la serie y el trabajo interpretativo de unos nombres que apenas sonaban. ¿Qué hubiera sido de algunos de ellos si no se hubieran juntado un libro bien documentado, una adaptación acertada, unos técnicos bien preparados y una dirección experta? ¿Qué hubiera sido de ellos sin esa oportunidad otorgada de refilón por un canal que se pensó mucho el estrenar la serie? No resulta difícil creer que quizás hoy estarían viviendo de trabajos de peor categoría (en cuanto a su valoración de mercado, no por lo que respecta a su calidad intrínseca).
John Rawls es un autor incluido en el grupo de los pensadores filosófico-políticos más influyentes de las últimas décadas. Aunque parte de sus postulados teóricos se encuadran dentro del liberalismo político, hay cuestiones en las que se aparta de éste. Una de ellas es el concepto de igualdad formal de oportunidades. Los liberales clásicos piensan que una vez que se asegura este tipo de igualdad, las diferencias residen en la capacidad para aprovechar las oportunidades que se nos abren. Consideran que, si una persona dispone de un mayor talento natural, la adquisición y retención de bienes resulta de justicia. Rawls se opone a esta concepción. Primero, porque es ciega ante las circunstancias de partida. Rawls defiende la necesidad de completar la igualdad formal de oportunidades con una igualdad sustancial de oportunidades. Afirma que el reparto de talentos es contingente -viene en gran parte dado- y que por ello no existe un derecho absoluto al disfrute de sus réditos (porque implicaría, además, negar la buena vida a aquellos que carezcan de los que "coticen"). Enlazando con Sandel, Rawls concluye que nadie es culpable de no poseer talentos (o de poseer aquellos que no cotizan). Por tanto, el reparto desigual de bienes desde instancias políticas se justifica siempre que mejore la situación de quien haya quedado peor parado en ese reparto.
Por su parte Charles Taylor hilvana todas estas ideas dándoles un sentido plenamente político (en su dimensión comunitarista, que es su enfoque). En sus propias palabras: "Cada vida solo puede realizar una pequeña parte del potencial propio de la humanidad. Solo llegamos a disfrutar por entero la enorme riqueza de atributos y capacidades humanas cuando nos juntamos con personas que han seguido otros derroteros en su desarrollo. Siempre que obligamos a otros a conformarse, nos condenamos a nosotros mismos a una vida más limitada y pobre".
Lo que plantean todos estos autores confluye en una idea que suele generar rechazo: la genética proyectada en la expresión nuestros dones naturales importan, y mucho. En los diferentes itinerarios vitales esa proyección genera un espectro de talentos que pueden complementarse, y para ello se han de articular los dispositivos que lo hagan posible. Para lograrlo se necesitan políticas que provean de infraestructuras, recursos, medios y orientaciones. Si no es así, estaremos ante un conjunto de anécdotas personales apoyadas en decisiones particulares, pero sin capacidad de generar un impacto sistémico.
El valor de todo ello descansa en la idea del Bien Común. Determinar el grado de madurez de una sociedad implica tener en cuenta la penetración de esta idea. Lo que nos induce a considerar el para qué último del Talento. Nadie está en disposición de obligar a una persona para que piense en términos de conjunto. Ese es un camino a recorrer, y de final incierto. Cabe, entonces, madurar como sociedad o resignarse a una involución ajena a cualquier idea de responsabilidad e implicación en lo común.
Y es que parafraseando a John Fitzgerald Kennedy cabría decir que "una vez que ya sabes lo que Estados Unidos ha hecho por ti, toca ahora decidir qué estás tú dispuesto a hacer por él".
Lucas Ricoy