Cierta posmodernidad (incluso podría decirse que toda ella) parece no entender lo que nuestro cuerpo significa en nuestra vida cuando proclama aquello de “tengo un cuerpo”. Y no, lo cierto es que no “tenemos” un cuerpo, somos un cuerpo. Nuestro organismo no está al margen de una cabeza que piensa y que vive escindida de él. Eso supone una visión “cartesiana” que escinde lo que simplemente es inescindible. No hay nadie al mando, nosotros estamos integrados plenamente en ese conjunto, y es esa totalidad la que está al mando.
Trataré de explicarme recurriendo a experiencias que abren los ojos a esta evidencia y con las que empiezas a establecer una relación diametralmente opuesta con tu cuerpo. Mi experiencia (una de tantas posibles) tuvo lugar en el verano de 2019. Durante ese verano (exactamente a partir de la mañana del 27 de julio) sufrí un invalidante ataque de artrosis. Mi excesiva confianza en un cuerpo ya no juvenil me pasó factura. Durante los siguientes meses me dediqué a estudiar remedios. Por supuesto, todo ello acompañado de un buen número de pastillas (recetadas) para minimizar los efectos del ataque. Tardé en recuperarme plenamente unos 6-7 meses. Más allá de lecturas anteriores, empecé a entender la importancia del colágeno en el funcionamiento de nuestro organismo. No fue una reflexión intelectual, fue una experiencia vital. En definitiva, percibí con crudeza la evidencia de un organismo que nos soporta y constituye como personas.
Lo cierto es que el conocimiento previo sobre el comportamiento humano ayuda y mucho a encarar este tipo de crisis. Aquí es donde la psicología (biológica y fisiológica) empieza a hacernos grandes favores -desde el momento en que conocemos con una cierta profundidad los procesos que describen y explican-. De nuevo, valga un ejemplo para colaborar en una mejor comprensión: en alguna mañana de los fines de semana paso por momentos digamos “complicados”. Me inunda una muy desagradable sensación de desazón, de casi insoportable inquietud. No llega a ser un ataque de pánico, pero manifiesta síntomas que se le aproximan. Durante un tiempo mi mente se embarcó una interpretación vinculada a las dificultades, exigencias y presiones que la vida nos impone. Pero a partir de un cierto momento, empecé a “razonar desde lo orgánico”. ¿A qué me refiero? A pensar en un proceso que busca una salida adecuada y lógica -por natural-. De manera muy sintética, nuestro cuerpo genera una cadena de reacciones en cascada que dan como resultado la producción de neurotransmisores y neurohormonas. Una de las cadenas más conocidas en las que genera noradrenalina a partir de la adrenalina.
Pues bien, si mi cuerpo produce una determinada cantidad de adrenalina, se está predisponiendo para la acción, pero todavía no está en ella. Si yo no facilito el paso a la ejecución -a la intervención de la función ejecutiva- empiezo a sufrir las consecuencias de una “cárcel bioquímica” presidida por un gran malestar orgánico (y con el corazón a cien por hora). Así que he de buscar una salida de carácter motriz. Es hora de ponerse manos a la obra -y este es el mensaje que me digo a mí mismo como estímulo desencadenante-. En términos cerebrales, es hora de que el lóbulo prefrontal haga acto de presencia abriendo las puertas a lo que le llega desde las zonas subcorticales. El cambio bioquímico, a partir de ese momento, empieza a ser perceptible: se percibe una fluidez acompañada con una sensible mejora en nuestras sensaciones.
Algo parecido ocurre con los denominados “resacones emocionales”. Los procesos de excitación nerviosa preparan de manera inmediata su correspondiente inhibición. Lo importante aquí es ser capaz de percibir con claridad esas ondulaciones e interpretarlas adecuadamente. Adecuadamente quiere decir desde la naturalidad orgánica, no desde la excepcionalidad patológica. Una depresión seria es invalidante (como ciertos ataques de artrosis, precisamente) y no tiene nada que ver con momentos de decaimiento, seguramente debidos a esos procesos de inhibición anteriormente mencionados. Se trata de convivir y gestionar los diferentes momentos, considerándolos desde su transitoriedad.
En el plano de lo religioso, está visión de lo orgánico tiene su evidente reflejo. Véase si no lo que san Pablo afirma: «Pues, así como nuestro cuerpo, en su unidad, posee muchos miembros, y no desempeñan todos los miembros la misma función, así también nosotros, siendo muchos, no formamos más que un solo cuerpo en Cristo, siendo cada uno por su parte los unos miembros de los otros». La analogía corporal cobra pleno sentido para describir la complementariedad que conforma la unidad. Hasta en la idea de comunidad irrumpe la imagen del Cuerpo y aporta claves que incluso describen la variedad de talentos.
Incluso en el mundo de la comunicación interpersonal y grupal hay un aspecto que excede a lo meramente verbal o gestual. A mí -y a otros muchos- nos gusta llamarlo la “presencia”. Es difícilmente definible, pero tiene que ver con la irrupción de nuestro cuerpo en el espacio público compartido. Hay psicólogos (véase el ejemplo de las aportaciones de Marino Pérez Álvarez) que hablan del cuerpo como la mediación de nuestro realidad psicológica con el mundo. Es el cuerpo el que opera, transforma, moviliza, socorre, colabora. Es el cuerpo el que maneja las herramientas, la maquinaria, la tecnología. Se desenvuelve de manera intencionada (la “intencionalidad motora” de la que habla Pérez Álvarez), y comunica de manera más efectiva que cualquier otro recurso de comunicación. Un docente se le conoce en primera instancia -y se le evalúa- en cuanto abre la puerta del aula e irrumpe en ese espacio.
Y es que la sabiduría ancestral no se equivoca. Una costumbre dietética presente en muchas culturas es hacer caldo de huesos. Yo la tengo plenamente integrada en mi dieta, y creo que para el resto de mi vida. Alguien dijo una vez que los grandes cambios son consecuencia de la suma de pequeñas medidas. Como esta.
El asumirlas es la mejor expresión de esa integridad orgánica que nunca deberíamos de perder de vista.
Lucas Ricoy