Dicen algunos que la sobredosis de actualidad mata la reflexión. En el terreno de la política, algo de eso debe ser cierto. La permanente campaña electoral a la que somos sometidos (lo autonómico se convierte en contienda estatal, y lo mismo ocurre con las europeas) no deja casi espacio para lo que podríamos calificar como pensamiento político con vocación apartidista. Así es. La ingente cantidad de recursos empleados por los contendientes tienen a limitar la capacidad para ver desde una cierta distancia, siquiera para dilucidar en qué tipo de realidad vivimos.
En numerosas ocasiones no queda más remedio que irse lejos -lo suficientemente lejos- para situarse en una distancia desde la que poder ver en condiciones. Un referente -capaz en su momento de generar un pensamiento articulado y dotado de una mínima coherencia- que nos indica desde dónde hacerlo es, sin duda, José Ortega y Gasset. Alabado por algunos, denostado por otros (de esto más), la lectura de sus reflexiones te lleva inevitablemente a reflexionar tú mismo (y haciéndolo, caes en la cuenta de que, lo que intuías o barruntabas, él ya lo había puesto negro sobre blanco). Decía Gustavo Bueno que pensar es pensar a la contra, y Ortega fue capaz de hacerlo en un contexto que escenificaba en España la batalla entre tradición y modernización. Su apuesta fue eminentemente liberal (y su vuelta a España en 1956 no comprendida precisamente por ello). Pero lo significativo de sus enfoques es que tienen la suficiente radicalidad para provocar en nosotros una visión clarificadora de aquello que nos caracteriza como país. Aunque cabría preguntarse si caracteriza solamente al nuestro, o son males más o menos compartidos con otros.
Algunas de estas consideraciones de Ortega se recogen en su ensayo España invertebrada. Por ejemplo, el particularismo. Por tal entiende Ortega “aquel estado de espíritu en que creemos no tener que contar con los demás, donde todos quieren vivir en parte y no formar parte de todo”. Ortega se apresura a decir que no pensemos que esto afecta solo a los nacionalismos (que también). Extiende la culpa a otras instancias de la vida del país. Y cita a la Iglesia, la Monarquía, los militares, coincidentes todos ellos en ser alérgicos al consenso. Ciertamente Ortega hablaba de aquellos nacionalismos (la República no había llegado todavía, pero hasta Negrín en sus últimos momentos llegaría a decir esto sobre ellos) y de aquella Iglesia y de aquellos militares. Pero también decía que las élites eran fiel reflejo de nosotros mismos, el demos. No dejaba de tener sus dosis de razón. Puede parecer un tópico, pero quizás esa tendencia a no escuchar, a no considerar otras opiniones, sea un mal muy extendido en nuestro país. Clamamos, subimos más y más la voz, nos desahogamos. Hacemos de bares y tabernas un grito ensordecedor. Pero escuchamos muy poquito, y nos cuesta mucho mantener esa compostura que siempre he admirado de otros culturas y países. Hay demasiada expresividad y demasiada poca contención y mesura. El diálogo genuino suele brillar por su ausencia.
Otro asunto que aborda Ortega y con una enorme enjundia es el de las élites. Si viendo lo que vemos en los telediarios y en las tertulias (los que todavía tengan moral para seguir haciéndolo) tendamos a pensar en un problema estrictamente contemporáneo, quizás estemos un pelín equivocados. El filósofo ya apuntaba a ello, llegando a la conclusión de que España solo se hace bien lo que hace el pueblo (al que podemos añadir los niveles intermedios que todavía no han llegado a ser élites). Eso sí, a continuación añade que al pueblo no se le puede pedir que juegue un papel para el que no está preparado. Dicho lo cual, mi impresión es que si en España la campaña de vacunación masiva contra la COVID fue indiscutiblemente un éxito (y comparado con lo ocurrido en países tan aparentemente organizados como Alemania, de características estratosféricas) lo fue, precisamente, porque la gente ordinaria (e incluyo aquí a sanitarios y funcionarios) se puso a ello como un solo hombre. Podemos estar razonablemente satisfechos de ello.
En cualquier caso, es cierto que en el aspecto estrictamente empresarial, y tomando como referente el concepto de hombre-hecho-a-sí-mismo de inspiración anglosajona -que dio lugar a las élites que en su momento conformaron Estados Unidos- España siempre ha andado justa de vocaciones. Las cosas como son. Los ejemplos de la posguerra protagonizados por Ramón Areces o Pepín Fernández fueron más bien anécdotas antes que representativos de una clase empresarial digna de tal nombre. Ni siquiera el caso de Italia es comparable al de España (tantas veces en nuestro imaginario vinculada a las películas de mafiosos, y tan pocas a la de la Lombardía o el Véneto, con tantísima tradición histórica en comercio e industria). Allí emergieron patrones como Agnellli, Pirelli, Ferrari u Olivetti. Por lo que respecta a España, Juan Antonio Suanzes -primer director general del INI- no se acerca ni de lejos a ese prototipo de entrepreneur. Es probable que ello se halla enmendado en parte con el otro Ortega (Amancio) pero habría que volver a considerar su excepcionalidad, más que su representatividad. Y de las élites políticas, mejor ni hablar.
Ante este panorama (lo que consideraba él como tal) Ortega pondría finalmente sus esperanzas en Europa. Estaba convencido de que allí (visto desde el aquí) se hallaba la solución a nuestros problemas (sobre el malentendido de Europa como algo ajeno a nosotros mismos, y dotada de esa supuesta dimensión “salvífica”, cargó con contundencia Gustavo Bueno en este libro, por cierto). Han pasado varias décadas de nuestro ingreso en la Unión Europea, y -como suele decirse- cada cual es libre de extraer sus propias conclusiones. En cualquier caso -y esta ya es mi opinión- es imposible aislar este proceso sin mirar el mapa y ubicar a Europa en el escenario de su expansión hacia el Este, en el contexto del control por la llamada heartland.
Lucas Ricoy