La tecnología ha transformado nuestra vida cotidiana con una rapidez que a veces resulta difícil de asimilar. En teoría, debería estar al servicio de las personas, facilitarnos la comunicación y mejorar nuestra calidad de vida. Sin embargo, demasiadas veces ocurre lo contrario, la tecnología se convierte en un espacio donde reina el abuso, la intromisión y la falta de protección. El ciudadano de a pie se ve obligado a convivir con un conjunto de problemas que van desde las llamadas comerciales constantes hasta los insultos anónimos en internet, pasando por los contestadores automáticos que sustituyen a la atención humana y la suplantación de identidad en redes sociales. Un mismo hilo une todos estos fenómenos , la sensación de indefensión y la ausencia de normas eficaces que pongan freno de una vez por todas a estas prácticas.
Uno de los ejemplos más molestos y persistentes son las llamadas comerciales no deseadas. A pesar de que la ley reconoce el derecho a no recibirlas sin consentimiento, en la práctica suenan a cualquier hora del día, desde números ocultos o internacionales, y siempre con la misma insistencia. Muchas proceden de call centers ubicados fuera de nuestras fronteras, lo que hace aún más difícil su control. El ciudadano puede inscribirse en la Lista Robinson o bloquear números, pero las empresas encuentran la manera de saltarse las reglas. Lo que debería estar prohibido sigue ocurriendo cada día, generando la sensación de que el derecho a la tranquilidad personal vale menos que el interés comercial.
A esta invasión telefónica se suma otra no menos hiriente, la de los insultos anónimos en internet. Hoy basta con escribir un artículo, expresar una opinión o publicar en redes sociales para que aparezcan comentarios ofensivos amparados en perfiles falsos. Se confunde la libertad de expresión con el derecho a la agresión, y se utiliza la máscara digital para dañar sin consecuencia alguna. La paradoja es evidente, las plataformas tienen capacidad de rastrear la identidad real de cada usuario, pero rara vez actúan de oficio, salvo que medie una denuncia formal y un proceso judicial. Mientras tanto, quienes escriben o trabajan públicamente se ven sometidos a un desgaste emocional importante, por qué algunos se amparan en el anonimato.
El tercer frente es el de los contestadores automáticos. Cada vez que alguien necesita resolver un problema real con un banco, una compañía de teléfono o una institución, lo primero que escucha es la voz enlatada de una máquina. Se pierden minutos recorriendo menús infinitos, repitiendo frases que el sistema nunca entiende y, muchas veces, sin lograr hablar con un ser humano. La contradicción es dolorosa, cuando las empresas quieren vender, disponen de personas reales para insistir una y otra vez. Pero cuando el cliente necesita ayuda, se encuentra con un muro de algoritmos incapaces de resolver un problema concreto, con lo fácil que sería contratar a personas para la buena atención a los clientes, como hace años.
Y, como si todo esto no fuera suficiente, está el peligro creciente de la suplantación en redes sociales. Cualquiera puede crear un perfil falso en Facebook o Instagram utilizando nuestro nombre y fotografía, y en cuestión de minutos comenzar a difamar o estafar a nuestros contactos.
La ley tipifica este acto como delito, pero las plataformas reaccionan tarde y con tibieza. En este lapso de tiempo, el daño ya puede estar hecho, amistades engañadas, reputaciones manchadas y una sensación de vulnerabilidad que no debería existir en un espacio que presume de seguro.
El denominador común es claro, la falta de leyes y, sobre todo, de mecanismos eficaces de cumplimiento. De poco sirve proclamar derechos si luego no existen sanciones rápidas y ejemplares para quienes los vulneran. No basta con registros voluntarios o buzones de quejas que acaban en el vacío. Se necesitan reglas contundentes, aplicadas con firmeza y sin excepciones.
La ciudadanía tiene derecho a vivir, trabajar, escribir o simplemente descansar sin ser molestada. Tiene derecho a que las llamadas comerciales ilegales desaparezcan de una vez. A expresarse en internet sin convertirse en blanco de insultos anónimos. A ser atendida por una persona cuando se enfrenta a un problema real. A que nadie pueda usurpar su identidad sin consecuencias inmediatas. Todo lo demás es condenar al ciudadano a una indefensión crónica que erosiona tanto su bienestar como su confianza en las instituciones.
Urge una legislación valiente y actualizada. Una que obligue a las empresas a ofrecer siempre una atención humana y accesible. Que sancione de manera ejemplar a quienes hostigan desde el anonimato o suplantan identidades digitales. Que prohíba de raíz las llamadas comerciales invasivas y garantice que la privacidad no se convierta en una excusa para el abuso. Una legislación que, en definitiva, devuelva a las personas la tranquilidad que nunca deberían haber perdido.
Conchi Basilio