Hay silencios que gritan más fuerte que las sirenas de emergencia. Hay gestos que hieren más que las palabras, y hay dirigentes que, aun rodeados de muerte y dolor, son incapaces de mirar de frente a las víctimas. La tragedia de la DANA que arrasó la provincia de Valencia, con 229 vidas segadas, no solo dejó una estela de barro, destrucción y llanto, dejó al descubierto la hipocresía de quienes se proclaman servidores públicos, mientras viven como señores feudales del siglo XXI.
El presidente de la comunidad Valenciana, se ha convertido, por mérito propio o por desidia moral, en el rostro visible de ese poder insensible que confunde el cargo con el privilegio. Anunció su dimisión, pero sin pronunciar dicha palabra, se mostró cansado, abrumado, como si él fuera la víctima, no el responsable político de una gestión desastrosa que costó vidas humanas. Continuó en su puesto, rodeado de consejeros, chófer y sueldo, mientras cientos de familias siguen buscando justicia o, al menos, un gesto sincero de humanidad.
Esa actitud no es un caso aislado, es el reflejo de un sistema enfermo de cinismo y mentiras, donde los poderosos jamás parecen responder ante la ley con la misma celeridad que el ciudadano de a pie. La justicia se mueve con pies de plomo cuando hay nombres con apellidos ilustres, o cargos representativos, pero corre desbocada cuando se trata de un trabajador sin recursos. Unos son aforados, otros, desamparados. Unos se blindan tras despachos y abogados, otros duermen en prisión preventiva mientras se “investiga”. Aunque resulte que era mentira, “fallos colaterales”.
¿Y dónde está la conciencia pública? ¿Dónde el sentido moral de quienes juran servir al pueblo? Resulta inconcebible que, tras una catástrofe de semejante magnitud, no haya una rendición inmediata de cuentas, un gesto de humildad, una palabra sincera de arrepentimiento. Pero no, lo que se impone es la retórica del victimismo. Se nos dice que el presidente “ya no puede más”, que “ha sufrido mucho”, mientras cientos de familias siguen llorando a sus muertos. El dolor se privatiza, el del poder vale más que el del pueblo.
Esta impunidad no nace de la nada, se alimenta de un sistema que protege a los suyos, que concede privilegios, aforamientos y blindajes a quienes deberían ser los primeros en responder ante la justicia. No es casual que casos como el de los Puyol, tras décadas de investigación y titulares sigan en el aire, diluidos en una maraña de tecnicismos, recursos y silencios cómplices. Los años pasan, los nombres se desgastan, las pruebas se enfrían, y la verdad se diluye entre papeles.
En cambio, la ciudadanía, la que trabaja, la que paga impuestos, la que vota y la que sufre las consecuencias, vive en una realidad muy distinta, la de una justicia que llega tarde, o que no llega nunca. Esa asimetría erosiona la fe en las instituciones, alimenta el hartazgo y siembra el peligroso terreno del descrédito democrático.
La hipocresía del poder es una forma de violencia moral. Cuando un dirigente finge dolor, pero no lo siente, cuando se retrata en los funerales, pero no cambia nada, cuando promete dimitir, pero se aferra al sillón, lo que hace es traicionar la confianza de todo un pueblo. Y esa traición, aunque no siempre sea delito, es éticamente imperdonable. Pero más profunda es la herida, cuando se sigue mintiendo compulsivamente, sin inmutarse lo más mínimo, además del apoyo total de sus superiores, de sus voceros, de sus cómplices, se debería decir.
España necesita una regeneración profunda, no solo política, sino también moral. Necesita líderes que se arrodillen ante la verdad, no ante los focos. Que lloren con las víctimas, no por sí mismos, que entiendan que la grandeza del poder no está en conservarlo, sino en saber dejarlo cuando el deber lo exige.
Mientras tanto, seguirá flotando en el aire la pregunta que nos desvela, ¿Cuántas tragedias más harán falta para que la justicia deje de mirar hacia arriba y empiece, por fin, a mirar a los ojos de la gente?
“España no será justa hasta que ningún cargo, ningún apellido ni ningún escaño sirvan de escudo frente a la verdad. El aforamiento es la última muralla de la impunidad”.
Conchi Basilio