Hay una forma de maldad silenciosa que no necesita gritos ni violencia visible. Es la que se esconde tras las apariencias respetables, la que sonríe mientras calcula, la que hiere sin remordimiento y sin motivo. Esa perversidad cotidiana que se disfraza de normalidad y que se justifica en nombre del interés propio. Personas que viven solo para su beneficio, para su lucro, para poseer más y más, sin reparar en el daño que dejan a su paso, pero ni se inmutan.
En nuestra sociedad, se ha confundido la inteligencia con la astucia y el éxito con la capacidad de aprovecharse de los demás. Quien engaña, manipula o traiciona y logra su propósito suele ser admirado, no condenado. El cinismo ha desplazado a la ética, y el egoísmo se ha convertido en una virtud disfrazada de ambición. Pero detrás de ese brillo aparente hay una oscuridad profunda, la pérdida de humanidad.
La maldad no siempre se manifiesta en crímenes o actos espectaculares. A menudo se muestra en gestos pequeños, en silencios cómplices, en decisiones frías tomadas desde la soberbia, desde la complicidad de otros. En aquellos que mienten sin pestañear, que usan a las personas como instrumentos, que creen que todo, incluso el cariño, incluso la vida ajena, tiene un precio. Son seres que no conocen la empatía, porque confunden la fuerza con el poder, y la dignidad con la apariencia.
Lo más terrible de esta forma de vivir es su vacío. Quien acumula sin medida acaba poseído por lo que posee. Cree que dominar lo material es una garantía de eternidad, sin comprender que el tiempo, ese juez silencioso, acaba por despojarlo todo, y ese tiempo también termina dejando al descubierto toda la verdad. Porque venimos al mundo sin nada y nos iremos sin nada. Y, sin embargo, muchos actúan como si la vida fuera un botín que hay que conquistar, como si las cosas pudieran llenar el hueco que deja la falta de conciencia.
El daño gratuito es una de las señales más claras de la decadencia moral. Hacer sufrir al otro solo por obtener ventaja, placer o control es la negación misma de lo humano. No hay riqueza que justifique una conciencia sucia. No hay éxito que compense el dolor ajeno. Pero vivimos en una época en la que demasiados creen que todo se compra, que todo se justifica, que todo vale mientras uno salga ganando.
Quizás por eso el mundo se ha vuelto más frío, más competitivo, más vacío. Se admira al que vence, no al que es justo, al que acumula, no al que comprende. Pero el poder sin alma no deja huella. Las posesiones se quedan, los títulos se borran, las fortunas se disuelven. Solo permanece la manera en que hemos tratado a los demás. La verdadera riqueza no se mide en cuentas bancarias ni en propiedades, sino en la capacidad de dormir con la conciencia tranquila. Quien no respeta, quien destruye, quien manipula, puede parecer invencible por un tiempo, pero termina atrapado en su propia sombra. Nadie escapa del juicio íntimo de su propia conciencia, ni del olvido que el tiempo reserva a los que vivieron sin alma.
Hay una grandeza silenciosa en quienes actúan con rectitud, incluso cuando nadie los mira. En los que no devuelven mal por mal, en los que saben perdonar sin olvidar la lección. Porque la bondad no es ingenuidad, es valentía. Ser bueno en un mundo que premia la maldad es un acto de resistencia.
Algún día, cuando todo lo que hoy parece importante se desvanezca, solo quedará lo esencial, lo que dimos, lo que fuimos capaces de amar, lo que construimos con verdad. Y entonces se entenderá que el daño no deja ganancias, que la soberbia no deja herencia, y que quien solo quiso poseer acabó perdiéndolo todo.
Conchi Basilio