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José Manuel López García
Mi rincón

Humanidad selectiva

22-12-2025

Cuando estalló la guerra de Ucrania, Europa reaccionó con una rapidez y una solidaridad que muchos celebraron como un ejemplo de humanidad. Miles de personas huyeron de las bombas y encontraron fronteras abiertas, protección legal inmediata, alojamiento, escolarización para sus hijos y acceso al trabajo. En España, la respuesta fue masiva, instituciones, asociaciones y ciudadanos particulares se movilizaron para acoger a familias ucranianas, algunos incluso viajaron con autobuses y furgonetas hasta las fronteras para traerlas a un lugar seguro. Fue, sin duda, una reacción solidaria que merece reconocimiento. 

Sin embargo, esa misma Europa, esos mismos países y esas mismas sociedades, mantienen una actitud radicalmente distinta hacia quienes llegan de África huyendo también de guerras, hambrunas, conflictos armados, persecuciones políticas o colapsos climáticos. A ellos no se les llama refugiados con la misma naturalidad, se les etiqueta como “inmigrantes ilegales”, “avalanchas” o “presión migratoria”. No se les recibe con recursos y empatía, sino con vallas, concertinas, devoluciones en caliente o expulsiones. La pregunta resulta inevitable, ¿Por qué esta diferencia?La explicación oficial suele ser jurídica. En el caso de Ucrania, la Unión Europea activó por primera vez la Directiva de Protección Temporal, un mecanismo excepcional que permitió conceder residencia, permiso de trabajo y acceso a servicios básicos de manera inmediata. 

Para quienes llegan desde África, el proceso de asilo es largo, restrictivo y, en muchos casos, prácticamente inaccesible. Pero esta explicación no basta. Las leyes no son neutrales, las crean los gobiernos y reflejan prioridades políticas y morales. 

Aquí entra en juego la geopolítica, Ucrania es percibida como parte del espacio europeo, cultural y estratégico. Su guerra se considera una amenaza directa para la estabilidad del continente. Los conflictos africanos, por el contrario, se contemplan como lejanos, crónicos o ajenos, como si fueran tragedias inevitables que no interpelan a nuestra responsabilidad colectiva. Esta mirada no es inocente, es heredera de siglos de colonialismo y de una relación desigual. 

El relato mediático también marca una diferencia crucial. Las personas ucranianas fueron presentadas desde el primer día con nombres, rostros e historias personales. Se repetía que “podrían ser nuestros vecinos”, “gente como nosotros”. En cambio, quienes llegan desde África aparecen a menudo reducidos a cifras, a masas anónimas asociadas al miedo, a la inseguridad o al colapso de los servicios públicos. 

Cuando se deshumaniza, resulta mucho más fácil justificar el rechazo. 

Y aunque incomode decirlo, el racismo estructural atraviesa todo este fenómeno. No se trata de señalar a cada ciudadano individualmente, sino de asumir que, como sociedad, seguimos operando con prejuicios muy arraigados. El refugiado blanco, europeo y cristiano se percibe como integrable, el africano, negro y pobre, como una amenaza potencial. Unos reciben solidaridad espontánea, otros sospecha permanente. Unos suben a autobuses solidarios, otros se juegan la vida en el mar. 

A esta realidad se suma el uso político del miedo. La migración africana se ha convertido en arma electoral, se exageran problemas, se criminaliza al recién llegado y se le convierte en chivo expiatorio de desigualdades estructurales que nada tienen que ver con él. Con Ucrania no ocurrió lo mismo porque no convenía. La empatía era rentable, el rechazo, no. 

Conviene además no olvidar algo fundamental, España fue durante décadas un país de emigrantes. Tras la Guerra Civil y durante muchos años de hambre y represión, cientos de miles de españoles tuvieron que marcharse a Francia, Alemania, Suiza o América, buscando refugio y dignidad. Fueron acogidos cuando aquí no había futuro posible. Olvidar esa memoria no solo es injusto, es peligroso. 

El resultado de todo esto es una doble moral difícil de justificar. Personas que huyen de la guerra reciben tratamientos opuestos según su origen. Unos son llamados refugiados, otros, ilegales. Esta distinción no responde a la gravedad del sufrimiento, sino al color de la piel, al pasaporte y al lugar de nacimiento. 

Reconocer esta realidad no es radicalismo ni ingenuidad. Es una exigencia ética. Los derechos humanos no deberían depender de la geopolítica ni de la apariencia. Mientras sigamos aceptando refugiados de primera y de segunda. Europa no podrá llamarse humana. 

Una sociedad que olvida que también fue refugiada termina creyendo que la dignidad es un privilegio y no un derecho.

Conchi Basilio


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