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Lucas Ricoy
José Manuel López García
Mi columna

Élites

28-04-2025

Cualquier observador mínimamente interesado por entender la realidad a la que nos asomamos en el día a día, seguramente se habrá hecho la pregunta de quiénes son -y cómo son- aquellos que nos gobiernan, influyen o condicionan con sus decisiones. El fragor de las noticias, el ejercicio de lo que se ha venido en llamar el setting, priming y framing (traducción simplificada: decidir de qué se va a hablar, dar la relevancia requerida a lo hablado y establecer una explicación de las causas y condicionantes -e incluso “culpables”- de lo comunicado para lograr que se entienda de una determinada manera) nos desvían de lo mollar y esencial, elementos que hay que recuperar regresando a las fuentes; es decir a aquellos que decidieron o influyeron en las decisiones y saber qué espíritu y mentalidad les animaba, analizando lo que decían y los actos que les acompañaban. 

En este sentido, uno de los aspectos a través del cual es posible conocer la mentalidad de esas élites es la demografía, con interesantes matices en su abordaje. Esquematizando -de nuevo- un asunto de tanta complejidad, podríamos hablar de una escuela anglosajona y una escuela francesa. La primera responde a una visión desconfiada, de un mal disimulado elitismo. La segunda, a una visión de la demografía (y su potenciación) como instrumento al servicio de un proyecto de Estado y de fortalecimiento de la comunidad política. 

La primera es heredera sentimental (si se me permite la expresión) de Thomas Malthus y se manifestó sin falso pudor en el Simposio de Bellagio, organizado por tres organizaciones de clara inspiración neomalthusiana (Fundación Rockefeller, Fundación Packard y UNFPA-ONU). Sus conclusiones fueron a posteriori duramente criticadas, básicamente porque asociaba crecimiento demográfico a subdesarrollo (un aspecto que tiene tantos ejemplos como contraejemplos) aunque hay que decir, a su favor, que se hizo especial hincapié en no aplicar políticas antinatalistas intimidatorias sino concienciadoras. Así que cuando escuchen lo que dice, por ejemplo, Jane Goodall en este video, intenten comprenderlo a partir de esa visión del “es que ya somos demasiados y no va a haber para todos”. 

La segunda (escuela francesa) participa de una visión más optimista y confiada en el género humano. Defiende la idea de que el crecimiento demográfico genera desarrollo económico, pero no solo eso: también un estado mental propicio al optimismo, la esperanza y la innovación. Uno de sus representantes más destacados fue Alfred Sauvy. Consideraba que cualquier limitación poblacional no afectaría solo a pobres o incapacitados, sino que alteraría el conjunto de la pirámide. Una pirámide rejuvenecida, decía, si ve frenado bruscamente su crecimiento, sufre efectos perniciosos en empleo, educación o jubilaciones a largo plazo. Crecer lentamente o decrecer provoca muchos problemas estructurales e impone cargas suplementarias, al soportar cada ciudadano una mayor cuota de los costes de los servicios públicos. Francia es un buen ejemplo de todo ello para Sauvy. Argumentaba que los problemas que tuvo en el XIX (descolgándose de Alemania) se debieron, precisamente, a la insuficiente presión demográfica, que derivó en una tardía industrialización y en una baja productividad. 

Otra de las cuestiones a dilucidar es qué capacidad real de maniobra tienen los que mandan para variar o reorientar el curso de los acontecimientos. O dicho de otra manera y en formato pregunta ¿qué poder real pueden ejercer? Para hacer una aproximación, basada en acontecimientos históricos, viene bien acudir a una colección de libros que supieron aunar divulgación y rigor. Me refiero a la colección Historia Universal de Isaac Asimov. De la lectura de Los egipcios o Constantinopla, se desprenden algunas conclusiones que merecen ser tenidas en cuenta; a saber: 1) los liderazgos marcan devenires, y los caracteres y temperamentos de los que lideran determinan el curso de esos acontecimientos; 2) los que acompañan al que manda pueden mandar más y ser más eficientes; 3) a la larga, la capacidad de generar recursos y conseguir que las cuentas salgan, marcan el destino final de naciones, imperios e incluso civilizaciones. En la historia de Constantinopla las tres cuestiones se ven con claridad cuando pensamos en personajes como Justiniano o Heraclio, en segundones tan relevantes como Narsés o Belisario y en la imposibilidad de darle continuidad al Imperio ante el empuje demográfico y la competencia comercial que impusieron poderes emergentes como el llamado por entonces “el turco”. 

Cabe preguntarse qué es lo que sostiene a una élite para mantenerse como tal. Y no hablo de dinero, contactos o fondos de inversión financiando campañas (ya sean políticas o de relaciones públicas), sino más bien si les mueve un ideal, un sentido de transcendencia, o algo de índole no estrictamente material. Enmanuel Todd aborda esta cuestión en su La derrota de Occidente. Todd se centra en las élites que alumbraron la hegemonía anglosajona (para, precisamente, analizar su declive). Defiende que lo constituyente de esas élites ha sido la raíz religiosa protestante. Una fe que va más allá de la “creencia en el más allá” e impone una ética orientada a la redención por el mérito contraído. Una élite forjada en colegios de estética y estilo británico, orientados a “forjar carácter”. Una élite con un profundo sentido de la autoexigencia personal, dispuesta -incluso- a aplicarse fiscalidades del 90% sobre las ganancias para “hacer país”. De todo aquello, continúa Todd, no queda más que un evangelismo televisivo sacacuartos. Y un país dirigido por una oligarquía liberal nihilista, que se ríe sin disimulo de los que se han quedado atrás, a los que aludí, por cierto, en este otro artículo publicado en Galiciadiario.com. 

Decía Benjamin Constant que los ciudadanos en una democracia representativa deberían reservarse el derecho de destituir a los gobernantes si traicionan su confianza y de revocarles cualquier poder del que hayan abusado. Quizás las élites siempre hayan incurrido en los mismos vicios y abusos. La diferencia, al final, la marca quienes contemplan y conceden.

Lucas Ricoy


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