En una sociedad libre, el mayor patrimonio que posee un ciudadano no es material, sino simbólico, su voz. Su capacidad para pensar, expresarse, disentir, señalar lo que duele o lo que falta. Nadie, absolutamente nadie, tiene derecho a decirle a otro qué puede o no puede escribir, qué temas abordar, o a qué causa entregarle su palabra. La libertad de expresión no es un privilegio, es un derecho. Y cuando alguien alza la voz para hablar de lo que le preocupa, no solo ejerce ese derecho, cumple con una responsabilidad cívica.
Vivimos tiempos donde parece que hay personas molestas, por el simple hecho de que alguien opine. Como si cada artículo tuviera que pasar por el filtro de lo que otros consideran “aceptable”, “normal” o “necesario”. Como si no hablar de ciertos temas, fuera más cómodo para todos. Pero precisamente por eso es necesario escribir. Porque si no se denuncia lo que oprime, lo que margina, lo que silencia o lo que hiere a los más vulnerables, entonces el silencio se convierte en cómplice.
Cuando se alza la voz sobre los abusos del sistema bancario, sobre el cierre de oficinas, sobre la deshumanización de un servicio esencial que margina a los mayores y a quienes no tienen acceso digital, no se hace por capricho ni por rebeldía estéril. Se hace porque detrás de cada oficina cerrada, hay un pueblo que se queda sin servicios, un jubilado que no sabe cómo manejar una aplicación, un trabajador despedido, una madre que no puede hacer un trámite sin viajar 30 kilómetros.
Escribir sobre ello no solo es legítimo, sino necesario. Quienes lo hacen están dando forma a una realidad que muchos padecen, pero pocos visibilizan. Porque las injusticias también se corrigen cuando se nombran.
Hay quien dice, “si no te gusta, haz otra cosa”, como si la única opción ante una realidad injusta fuera rendirse o huir. Pero no, en democracia, la opción es señalar lo que no funciona, proponer alternativas, exigir cambios, aunque incomode. Porque callar no es una solución, es un riesgo.
Quien opina desde el respeto, la documentación y la experiencia tiene todo el derecho a ser escuchado. Y quien no comparte esa opinión, también tiene el suyo a discrepar, siempre que lo haga con argumentos, no con descalificaciones personales ni con intentos de invalidar al otro.
La libertad de expresión no está sujeta al gusto de terceros, no necesita autorización, no depende de quien la lea, ni de cuán de acuerdo esté. Porque si solo se pudiera escribir lo que agrada a todos, la opinión desaparecería, solo quedarían los ecos.
Vivimos en un país democrático , y la democracia no se construye solo con urnas cada cuatro años, sino con palabras cada día. Con columnas, con cartas, con ideas, con voces que se escuchan, que se cruzan y que a veces chocan. Así crece una sociedad madura, no silenciando lo que incomoda, sino dándole espacio.
Así que sí, cada persona tiene derecho a escribir de lo que quiera. Y nadie debería decirle qué temas son “aptos” o “inapropiados”. Porque la verdadera anormalidad sería tener miedo a hablar.
Quien escribe desde el respeto, ejerce su libertad, quien intenta silenciarlo, la niega. No hay progreso posible sin palabras que molesten a alguien. En democracia, escribir lo que se piensa no es un atrevimiento, es un derecho.
Conchi Basilio