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José Manuel López García
Mi rincón

Ciudades al borde del colapso

10-11-2025

Viajar ya no siempre es disfrutar. En demasiadas capitales del mundo, el turismo ha dejado de ser sinónimo de descubrimiento para convertirse en una experiencia agotadora, casi absurda. Lo que antaño era una oportunidad para conocer otras culturas, admirar la belleza y abrir la mente, hoy se ha transformado en un mar de cuerpos avanzando lentamente por calles saturadas, bajo un sol que no perdona y entre destellos interminables de los teléfonos móviles. El viajero ya no contempla, compite. Corre de un punto a otro para poder decir que ha estado allí, aunque en realidad no haya visto nada. 

Ciudades emblemáticas como París, Roma, Venecia o Barcelona viven al límite de su capacidad. El turismo, en vez de ser un motor de vida, se ha convertido en una avalancha que amenaza con destruir aquello que precisamente lo hacía atractivo. Las avenidas están colapsadas, las plazas parecen escenarios donde los turistas se suceden en una representación sin descanso y los vecinos han tenido que rendirse ante los precios imposibles. En algunos barrios, la vida cotidiana ha desaparecido, ya no hay tiendas de ultramarinos ni librerías, sino un rosario interminable de franquicias, souvenirs y apartamentos turísticos que se alquilan por días a precios que un residente no puede pagar por meses. 

Venecia, símbolo mundial del arte y la historia, ha tenido que limitar la entrada de cruceros que descargaban miles de personas en cuestión de horas. En Ámsterdam se prohíben nuevas construcciones hoteleras y se penalizan los alquileres ilegales. En Barcelona, los vecinos se organizan para protestar por la pérdida de identidad de sus barrios. Y, sin embargo, las cifras siguen creciendo, empujadas por las aerolíneas de bajo coste, las redes sociales y la obsesión por estar en todas partes. Hoy, viajar se ha convertido en una especie de mandato social, una forma de mostrar al mundo una vida que quizá no se vive, sino que solo se aparenta. 

La esencia del viaje se ha perdido entre la multitud. Antes, el viajero buscaba comprender, ahora, el turista busca fotografiar. Los destinos se han vuelto escaparates, y la experiencia, un producto. No hay tiempo para detenerse, para escuchar un idioma distinto, para oler las calles, para aprender algo nuevo. Todo se resume en una imagen, en la instantánea perfecta que confirme que “yo también estuve allí”. Pero ¿estuvimos realmente? ¿o solo pasamos de largo, sin ver, sin sentir, sin entender? Porque realmente, si quieres ver todo lo más importante, tienes que levantarte temprano, cuando la marea de gente aún está dormida, de esta forma, cuando tú terminas tu ruta, comienzan a salir todos a la vez y las calles se llenan. 

Las consecuencias de esta masificación van mucho más allá del cansancio o del fastidio. Son las propias ciudades las que se asfixian. Los alquileres suben, los vecinos se marchan, los comercios tradicionales desaparecen. Los trabajadores del turismo viven en condiciones precarias mientras la riqueza se concentra en unas pocas manos. El ruido constante, la basura acumulada, el tráfico y la contaminación hacen que muchas urbes, orgullosas de su patrimonio, se parezcan cada día más entre sí, parques temáticos donde la autenticidad se desvanece. 

El turismo mal gestionado termina devorando lo que ama. Mata la singularidad, borra las raíces, convierte los lugares en decorados. No hay belleza posible en un museo donde no cabe un visitante más, ni emoción en una catedral convertida en un pasillo de teléfonos levantados. Hasta el mar se resiente del peso de los cruceros, y las montañas del paso incesante de miles de botas que pisan sin mirar. 

Pero aún hay tiempo para reflexionar. El turismo sostenible no debería ser un lema vacío, sino una necesidad urgente. Algunas ciudades comienzan a reaccionar, establecen cupos, aplican impuestos turísticos, regulan los pisos vacacionales y promueven temporadas bajas. Son medidas que buscan devolver el equilibrio entre el visitante y el habitante, entre la economía y la dignidad. Porque viajar debería ser un acto de respeto, hacia los lugares, hacia quienes los habitan y hacia nosotros mismos. 

Quizá el futuro del turismo no pase por recorrer el planeta entero, sino por aprender a mirar con otros ojos lo que tenemos cerca. Redescubrir los rincones olvidados, los pueblos pequeños, los paisajes que no aparecen en las guías. Entender que conocer el mundo no es necesariamente recorrerlo, sino comprenderlo. 

Las ciudades, como las personas, también necesitan respirar. Si seguimos ahogándolas en multitudes, no quedará nada que merezca la pena visitar. El turismo, para ser autentico, debe recuperar su sentido, el del encuentro, la curiosidad, el silencio y el respeto. Solo entonces volveremos a viajar de verdad.

Conchi Basilio


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