España vive hace años atrapada en una contradicción que se intensifica cada vez que se anuncia la subida anual de salarios y pensiones, las cifras se ajustan al IPC, pero la vida real no. Las cuentas no cuadran para miles de familias que, pese a los incrementos oficiales, pierden poder adquisitivo año tras año. Y no es una percepción subjetiva, es una evidencia económica que incluso organismos internacionales como el Banco Mundial han señalado, un sistema que aplica las mismas subidas porcentuales a todos los tramos reproduce desigualdades y amplifica las brechas existentes.
El problema es claro, cuando la inflación ronda el 3%, pero los precios de la cesta básica han subido cinco, siete o incluso diez puntos en ciertos productos, el IPC deja de ser una herramienta útil para proteger a los que menos tienen. En noviembre, la inflación se situó en torno al 3,1%. Sin embargo, la subida prevista para enero, que los ciudadanos empezaran a notar en febrero, difícilmente alcanzará esa cifra, y todo apunta a que será “del dos y pico”. Es decir, otra vez, las pensiones y los sueldos volverán a perder poder adquisitivo antes incluso de empezar el año.
Pero el verdadero desequilibrio no está solo en la cifra, sino en la forma de aplicarla. Porque subir un 2% a quien cobra 1.000 euros no tiene el mismo efecto que subir un 2% a quien percibe 2.800. El primero recibe 20 euros, el segundo, 56. Y ,mientras el primero destina prácticamente la totalidad de sus ingresos a cubrir necesidades esenciales, alquiler, comida, luz, calefacción, transporte, el segundo posee una capacidad económica que le permite absorber mejor el impacto de la inflación. La igualdad porcentual se convierte así en desigualdad práctica.
Es por eso que muchos economistas, sindicatos y organizaciones internacionales coinciden en que el modelo español necesita evolucionar hacia un sistema progresivo, similar al que ya aplican algunos países europeos. No se trata de gastar más, sino de repartir mejor. La fórmula es sencilla: subidas mayores para los tramos bajos y subidas moderadas para los altos. De esta manera, se corrige la pérdida de poder adquisitivo donde más daño hace y se evita disparar el gasto público en bloque.
El Banco Mundial ha insistido en que, en países donde los salarios medios son bajos y la presión del coste de la vida es especialmente intensa para los hogares modestos, aplicar incrementos lineales, es decir, iguales para todos, perjudica de forma crónica a los sectores vulnerables. La solución pasa por diseñar escalas de actualización que tengan en cuenta, el impacto real de la inflación en distintos niveles de renta. Y España, con un salario medio que no permita vivir dignamente en muchas ciudades, encaja de lleno en ese diagnóstico. Porque los datos que ofrecen en distintos medios no son reales.
Un sistema progresivo podría estructurarse en tramos claros: sueldos y pensiones por debajo de los 1.200 euros con subidas del 5 o 6%, tramos medios con incrementos del 3 o el 4%, y los más altos ajustados estrictamente al IPC o incluso por debajo, según el momento económico. Esto no solo sería más justo, sino más eficiente. Protegería a quienes necesitan cada euro para llegar a fin de mes y, al mismo tiempo, mantendría bajo control el gasto público total.
La resistencia a este cambio es, más que económica, política. Tocar las pensiones es delicado, y simplificar siempre ha sido cómodo para cualquier Gobierno. Pero seguir aplicando porcentajes idénticos a realidades totalmente distintas, es una forma de mirar hacia otro lado, mientras miles de hogares se encogen para sobrevivir cada mes.
España necesita valentía para reconocer que el modelo actual ya no funciona, y sensibilidad para corregirlo. Porque garantizar una vida digna no es una cuestión de matemáticas, sino de justicia. Y porque, subir igual a quien no vive igual no puede seguir siendo la norma en un país que aspira a la equidad.
Conchi Basilio