MADRID | Los hemiciclos del Congreso y el Senado han escuchado de todo a lo largo de su historia, incluidos insultos y todo tipo de barbaridades, pero esta querencia de los parlamentarios a usar la descalificación para atacar al adversario no deja de levantar ampollas por mucho que se repita semana tras semana. Lo novedoso de esta etapa es que un recurso a menudo producto del «calentón» dialéctico de algún diputado, o de un lance muy concreto en un debate, se esté convirtiendo en argumento para los grupos parlamentarios y parte de su engranaje ideológico, de modo que es inevitable que invoquen la libertad de expresión para poder usarlo. Pero como las palabras no tienen dueño, la historia del parlamentarismo revela que un mismo término ofensivo o insultante ha podido ser empleado por unos y otros con distinto propósito; nadie tiene la exclusiva del oprobio y por el cielo del hemiciclo han volado muchos y repetidos, aunque con distinta marca política. «Fascistas», «ladrones», «carceleros», «cobardes», «golpistas», «miserables», «sinvergüenzas», «mentiroso oficial», «corrupto», «indignos», «marrano» son algunas de las lindezas que han acabado en la papelera, suprimidas del diario de sesiones del Congreso porque alguno de sus presidentes así lo ha decidido. Leer más