Aquí seguimos como Robinson Crusoe en los balcones, con el ánimo desfondado por el plomo de los días y muy pocos gestos soleados que nos ayuden a levantarlo. Apenas la salva de aplausos de las ocho de la tarde, en honor de los verdaderos héroes de este país, y hasta ahí llegamos. Estas jornadas extrañas se escriben con el tedio de una caligrafía que tampoco acierta a iluminar el cuarto oscuro de nuestra angustia.
Mientras el enemigo invisible acecha, cada uno se aferra a sus convicciones o a sus propios desvaríos para tratar de ensanchar el camino que transita. Hay quien pone todas sus esperanzas en la racionalidad científica y hay otros que, invocando como argumento de autoridad la tragedia que destripa a diario los informativos, vaticina desgracias de proporciones bíblicas para los no creyentes.
Ante nuestro desconcierto, ante nuestra propia fragilidad, cuando vemos que aquello que considerábamos tan sólido se derrumba como un castillo de naipes, no puedo dejar de pensar en las sabias palabras –“recuerda que eres sólo un hombre”- que el esclavo susurraba al oído del general que entraba victorioso en Roma. La historia, como siempre, nos explota en la cara para recordarnos una vez más nuestra propia insignificancia.
La ceremonia del triunfo era la procesión que celebraba la victoria de un general y era el más alto honor militar que podía recibir. Sólo era autorizada por el Senado si se trataba de una victoria decisiva que hubiese ocasionado la muerte a miles de enemigos. El protagonista, aclamado por la multitud, entraba en la ciudad en un carro dorado tirado por cuatro caballos, vestido con una toga púrpura y la cara pintada de rojo.
La procesión comenzaba fuera de la ciudad, en el Campo de Marte, y llegaba hasta el Capitolio, donde se realizaba un sacrificio en el templo de Júpiter Capitolino, a quien se le ofrecía la victoria. Para evitar que la soberbia cegase al general, era el esclavo el que se encargaba de recordarle las palabras anteriormente mencionadas, advirtiéndole que ni tan siquiera él podía eludir su condición mortal.
Como la peste negra que asoló Europa en la edad media o la gripe española de 1918, la epidemia del coronavirus ha vuelto a poner sobre la mesa la fragilidad del ser humano. Paul Bowles lo afirmaba ya, a través de uno de sus personajes, en su novela El cielo protector: “la muerte está siempre en el camino y el hecho de que nunca se vea da a entender que puede suprimirse la finitud de la vida. Sin embargo, cualquier momento es limitado”.
En esta sociedad líquida sin anclajes sólidos ni referentes claros, nos empeñamos de forma ingenua en proscribir la idea de nuestra extinción física. Hacemos nuestras las palabras de Epicuro cuando afirmaba que “no hay por qué temer a la muerte porque cuando ella llega nosotros no estamos y cuando estamos, ella no”. Sin embargo, tal y como señalaba Cesare Pavese en uno de sus versos, algún día vendrá y tendrá nuestros ojos.
Ya hace miles de años que los estoicos romanos proclamaron la necesidad de no preocuparse demasiado por aquellos imponderables de nuestra vida que no podemos controlar. Y, a la vista de lo que ahora nos toca sufrir y, más allá del estricto cumplimiento de las normas dictadas por las autoridades, parece oportuno recordar aquí las sensatas enseñanzas de aquellos filósofos.
Uno de ellos, Marco Aurelio, considerado como uno de los mejores emperadores que tuvo Roma, afirmó ya hace miles de años que “el hombre dispone de un tiempo limitado y si no lo emplea para conseguir la tranquilidad de su alma, se perderá con ella para siempre”.
Ángel Varela