En el imaginario colectivo, la violencia es algo que sucede “fuera”, en las calles, en las noticias, en las guerras, en los crímenes. Nos han enseñado a identificarla en lo visible, en el golpe, en el grito, en la amenaza. Pero hay otras formas de violencia que no se oyen ni se ven, y que por eso mismo son más difíciles de reconocer y mucho más dañinas. La violencia invisible, la que se ejerce en silencio, desde el egoísmo, el desprecio, la injusticia o la indiferencia, es tan real como la física, y más frecuente de lo que se admite. Y a menudo, lo más devastador es que sucede dentro del núcleo que debería protegernos, la familia.
La violencia silenciosa se esconde tras gestos cotidianos como, la indiferencia, el juicio precipitado, la falta de empatía, el chantaje emocional, la exclusión disfrazada de “decisión familiar”. No hace falta levantar la voz ni utilizar las manos, basta con mirar hacia otro lado cuando alguien necesita apoyo, con no escuchar, con creerse una mentira sin contrastarla, con dejar que una persona sea excluida, juzgada o despreciada sin haber sido siquiera escuchada, pero tampoco se molestan ni en preguntar absolutamente nada.
Este tipo de violencia no deja hematomas, pero deja huellas en el alma. Daña la autoestima, quiebra la confianza, rompe vínculos que deberían ser incondicionales. Y lo peor, muchas veces se justifica. Se presenta como “es lo mejor para todos”, como “una elección necesaria”, como “asuntos que no se pueden hablar ni comentar”.
En muchas familias, las decisiones no se toman por amor ni por equidad, sino por egoísmo, intereses económicos o simplemente por “el que dirán”. Hay hijos que se convierten en peones, hermanos enfrentados por una herencia, madres que manipulan con afecto para no perder el control, padres que callan ante la injusticia por no incomodar a alguien más fuerte. Se pierde la humanidad, se falsea la memoria, se rompen lazos que deberían ser sagrados.
La avaricia, cuando entra en juego, convierte a la familia en un campo de batalla donde cada gesto se mide, cada palabra se calcula y cada silencio se interpreta. El afecto se vuelve transaccional, el cuidado una obligación interesada. Y quien no entra en esa lógica, quien defiende la verdad, quien actúa con honestidad, suele ser el primero en ser apartado.
Hay ocasiones en las que una persona sufre una de las formas más crueles de violencia, ser juzgada injustamente por su propia familia. Basta una versión manipulada, una mentira bien colocada, una insinuación malintencionada, y lo que antes era cercanía se convierte en rechazo. Lo más doloroso no es solo la falsedad en sí, sino la facilidad con la que los demás la creen sin preguntar, sin comprobar, sin conocer el derecho a defenderse.
Esa credulidad pasiva, ese “yo no me meto”, ese silencio cómplice, es también violencia. Porque convierte al inocente en culpable, al leal en traidor, al honesto en sospechoso. Y cuando la verdad se descubre, si es que se descubre, a menudo ya es tarde. El daño está hecho, la confianza rota y la herida abierta para siempre.
Callar puede ser tan violento como gritar. En muchas familias, lo que no se habla genera tanto dolor como lo que se impone. Combatir la violencia no es solo denunciar el golpe o la agresión directa. Es también reconocer y cortar con todas esas formas de agresión pasiva que se esconden bajo el disfraz de lo familiar. Es tener el valor de contrastar versiones, de preguntar antes de juzgar, de no dejarse manipular. Es elegir no ser cómplice de una injusticia por comodidad o miedo al conflicto.
La no violencia no es pasividad. Es firmeza moral. Es cuidar lo justo, es atreverse a ver lo que no se quiere ver y actuar en consecuencia, aunque eso incomode, aunque eso moleste, aunque eso duela. Y, sobre todo, es entender que no todo lo que se llama familia actúa con amor, y que el verdadero amor nunca excluye, nunca acusa sin pruebas, nunca utiliza al otro para su propio beneficio.
La violencia silenciosa, familiar, injusta y cruel no saldrá en los periódicos. No tendrá condenas judiciales ni portadas mediáticas. Pero existe. Y está haciendo daño todos los días, en muchos hogares, a muchas personas que callan por vergüenza, por miedo o por lealtad mal entendida.
Nombrarla es el primer paso para enfrentarla. Escuchar a quienes la han sufrido es un acto de justicia. Romper el silencio es, hoy más que nunca, una forma de resistencia.
Conchi Basilio