Decía el compositor francés Claude Debussy que la música es una transposición sentimental de lo que es invisible en la naturaleza. Y algo similar debió pensar el maestro Ennio Morricone cuando, con el talento y la paciencia de un orfebre, se dedicó a engarzar en nuestras vidas un puñado de bandas sonoras que ya forman parte, por mérito propio, de nuestro bagaje cinematográfico y sentimental.
Sergio Leone, que venía dispuesto a subvertir la liturgia del western clásico con su trilogía del dólar, le brindó la oportunidad de componer las bandas sonoras de las películas que encumbraron a Clint Eastwood – Por un puñado de dólares; La muerte tenía un precio; y El bueno, el feo y el malo. Después llegarían también las composiciones de Hasta que llegó su hora y Érase una vez en América.
Para Giuseppe Tornatore compuso la hermosa banda sonora de una no menos hermosa película –Cinema Paradiso-, título entrañable y referente de una legión de cinéfilos. Y para Roland Joffé la inolvidable melodía de “La misión”. Hasta un outsider como Quentin Tarantino confió en él para la banda sonora de Los odiosos ocho.
Y Brian de Palma, uno de los directores que contribuyeron a forjar el Hollywood de finales de los setenta y comienzos de los ochenta junto a Steven Spielberg, George Lucas, Francis Ford Coppola, Paul Schrader, Martin Scorsese, Hal Ashby o William Friedkin, le confió la música de uno de sus mejores trabajos –Los intocables.
Ahora se nos ha ido y, a sus noventa y un años, ha decidido que era hora ya de apagar las luces del escenario. Sin embargo, estoy seguro de que, allá donde se encuentre, seguirá deleitando a todos aquellos que aman el cine con sus inolvidables bandas sonoras.
Ángel Varela