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José Manuel López García
Cartas al Director
Mi columna

Si la vida te da limones

09-03-2023

Si hay un asunto que de partida genere una llamativa reacción defensiva es, sin duda, todo lo relacionado con la genética. A menudo se concibe como una especie de maldición. Si es genético, es algo “malo” que acabará fastidiándome la vida, de alguna manera. Se habla con frecuencia de la interacción entre genética y ambiente y un asunto fundamental que describe esa interacción es, sin duda, el del lenguaje. La capacidad de adquirirlo viene de “fábrica”, pero las personas han de estar expuestas a contextos lo suficientemente enriquecidos para dar el máximo recorrido a esa capacidad. Sin colegio a dónde ir, sin biblioteca que consultar, sin buenos profesores que medien con sabiduría en el proceso de aprendizaje, la disposición no encuentra contextos donde explayarse y ejercitarse. De alguna manera es cierta la afirmación de que los límites de nuestro lenguaje son los límites de nuestro mundo, y sin un entorno propicio no hay oportunidad posible de expandirlo. 

En asuntos como éste tarde o temprano se hace necesario volver a la comprensión del comportamiento desde lo orgánico, esa idea que irrumpe con fuerza en el universo de las ciencias de la salud (y, por extensión, en el de las ciencias sociales); una línea de investigación del que este libro es un buen ejemplo. Lo motivacional -centrando el asunto en una de sus vertientes- no puede ser desvinculado de su comprensión orgánica. Hay modelos que explican cómo ciertas experiencias tempranas activan mecanismos que pueden resultar, en cierto sentido, desmotivadores. Robert Sapolsky se ha pasado décadas estudiando estas cuestiones; de manera resumida concluye que la erosión del balance dopamina-serotonina genera una especie de “desgana del mundo”. Si no entendemos que cierto tipo de personas han de saber gestionar esta anhedonia, no estaremos en disposición de ayudarles eficazmente.  

Lo cierto es que he comprobado como los niveles de estrés generan estados emocionales disfuncionales. Más concretamente: algunas personas manifiestan poca constancia en su esfuerzo. Este se cortocircuita con frecuencia, haciendo muy difícil dar la continuidad necesaria al mismo. Les cuesta afrontar los retos con suficiente determinación. Se apean del mundo y les cuesta volver a él. Desaparecen y reaparecen (y en ocasiones cuesta mucho esperar a que decidan hacer esa reaparición; las personas disponemos de un capital de tiempo naturalmente limitado). 

Muchos psicólogos apuntan en una muy determinada dirección cuando intentan desentrañar la brecha que determina el cómo nos irá en los estudios, hasta dónde llegaremos y cómo estos (estudios) asegurarán mayores o menores ingresos. Entre ellos está el siempre controvertido asunto de la heredabilidad del CI, que no debiera ser pasada por alto. Los datos son insistentes. Esa heredabilidad es muy significativa. Y parece que está muy vinculada al nivel obtenido en el continuo matemáticas básicas-aritmética-álgebra-cálculo. De nuevo aparece en el horizonte la cuestión de las diferentes maneras de aprender: tocando y manipulando vs operando desde lo simbólico e intangible. Y hay que resaltar que se pueden lograr aprendizajes efectivos y plenamente funcionales por ambas vías.  

Ante todo esto cabe preguntarse qué se puede hacer. El resquicio para eso que llamamos la responsabilidad individual parece ser más limitado de los que nos creemos, en un doble sentido. El psicólogo Eric Turkheimer acuñó hace años el término e², un símbolo que representa el ámbito de libertad del que disponemos. Una libertad definida en un primer sentido y de manera operativa como el poder hacer, ante las mismas condiciones de contexto, A y no B. Y en un segundo sentido, en el del poder ir más allá de lo potencialmente dispuesto. Los estudios de gemelos idénticos tan frecuentemente citados son muy tajantes al respecto: la variabilidad detectada es muy escasa en aspectos como la capacidad para centrarse o procesar información (apenas mayor de cero).  

Esta evidencia nos lleva a la analogía que de forma afortunada Kathryn Paige incluye en su libro La lotería genética (aclaración: Paige es profundamente anti-eugenésica; su ensayo tiene como objetivo desarrollar políticas centradas en la potenciación del Bien Común): lo mismo que la sordera o la miopía cuentan con prótesis compensadoras, otro tipo de condiciones debieran de tener también las suyas. Evidentemente, las medidas de compensación no pueden tener una connotación asistencial. El asistencialismo debe de estar para momentos concretos y personas objetivamente necesitadas del mismo. Prolongarlo innecesariamente en el tiempo provoca dependencia. Hay que dignificar todas las vidas y una manera efectiva de hacerlo es proporcionar ocupaciones ajustadas a las distintas capacidades. Paige pone ejemplos de ello: algunas fuerzas armadas están proporcionando formación intensiva a adolescentes con trastorno del espectro autista (TEA) para dedicarse a escanear imágenes de satélites.  

Otras compensaciones están plenamente consolidas, con resultados que han mejorado muchas vidas. No están asociadas a índice poligénicos lo que, evidentemente, facilita su aplicación (no necesitan de intervenciones sistémicas); es el caso de la fenilcetonuria, que causaba discapacidad intelectual en todos los que padecían este problema genético y que en la actualidad se previene con una dieta modificada, por lo que su heredabilidad ha disminuido sensiblemente. 

Todo ello tiene un cierre inevitable en un área aparentemente lejana de la psicología de las diferencias individuales: la filosofía política. Rawls lo abordó con una visión y anticipación digna de elogio en su celebrada obra A theory of justice. Para los que no conozcan su obra, su visión está claramente orientada a desarrollar una teoría de la justicia en la que la probidad de la misma esté indisolublemente asociada a las medidas compensatorias que aseguren condiciones existenciales dignas a los menos favorecidos. 

Y es que lo último que deberíamos hacer es culpabilizar y culpabilizarnos. Propongo otro enfoque: pedir a las personas que, con los limones que le han tocado en suerte, hagan la mejor limonada posible. Y en un marco que asegure una vida digna para todos. 

Lucas Ricoy


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