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El eco del egoísmo

22-05-2025

En un mundo que presume de avances sociales, tecnológicos y morales, hay un virus antiguo que sigue latiendo bajo la superficie, “el egoísmo”. No se trata de una simple preferencia por uno mismo, sino de una actitud enquistada que se manifiesta, con demasiada frecuencia, en la avaricia y la indiferencia hacia quienes solo aspiran a algo tan básico como vivir con dignidad. 

El egoísmo más corrosivo no es siempre el que se grita, sino el que se ejerce en silencio, en las decisiones frías de un despacho, en los salarios humillantes disfrazados de oportunidad, en las puertas que se cierran a quienes no tienen apellidos ilustres, padrinos invisibles o suerte heredada. Mientras unos pocos acumulan sin medida, muchos se conforman con apenas sostenerse. Y no por falta de talento, esfuerzo o voluntad, sino porque la estructura está diseñada para premiar la codicia más que la justicia. 

La avaricia, que suele camuflarse de éxito, es en realidad un fracaso moral. Es la incapacidad de mirar al otro y reconocerle un derecho elemental, el de vivir sin tener que mendigar respeto, el de trabajar sin ser esclavo moderno, el de soñar sin que eso sea un privilegio. ¿En qué momento dejamos de entender que la dignidad no es un lujo, sino un derecho humano? 

Cada día, millones de personas se levantan temprano no para enriquecerse, sino para pagar la luz, llenar la nevera, sostener a su familia. No buscan mansiones ni relojes de oro, solo quieren estabilidad, un techo que no tiemble con cada factura, y la certeza de que sus hijos no heredarán la angustia como patrimonio. Pero eso parece demasiado pedir en un sistema donde el éxito se mide por cuánto se tiene, no por cuánto se comparte. 

Es doloroso constatar que la avaricia no solo acumula riquezas, sino que también fabrica desigualdad, resentimiento y desesperanza. Una sociedad que premia al que acapara y desprecia al que trabaja con honestidad está condenada a fracturarse, tarde o temprano. Porque la dignidad postergada se convierte en rabia, y la rabia, cuando estalla, no entiende de jerarquías. 

Es hora de mirar con otros ojos. De entender que vivir dignamente no es una meta ambiciosa, sino el punto de partida de cualquier sociedad que se quiera llamar humana. Que quien trabaja ocho o diez horas diarias tiene derecho a descansar sin miedo, a enfrentarse sin ruina, a envejecer sin abandono. 

El egoísmo es una elección. Pero también lo es la solidaridad. Y quizás lo más revolucionario que podamos hacer hoy sea precisamente eso, elegir pensar en el otro. Porque un mundo más justo no se construye con discursos grandilocuentes, sino con actos pequeños y sostenidos de empatía, respeto y conciencia. 

Al final el verdadero lujo no está en lo que se posee, sino en lo que se permite vivir a los demás. Y lo más triste es que hoy en día, parece que hasta para morirse dignamente, incluso eso, se ha vuelto un privilegio, en algunos casos. Porque todo cuesta, todo se negocia, todo depende de a quien conoces, de cuánto puedes pagar o de a quien le resultas útil. Ni la muerte ha escapado a esta lógica perversa. 

Pero hay una forma de egoísmo aún más devastadora, porque viene desde dentro, la que se esconde en el núcleo familiar. Cuando, bajo la máscara de la víctima, alguien manipula, traiciona y se queda con lo que no le pertenece, el hogar, los recuerdos, con todo. Cuando el amor se convierte en excusa para el abuso, y el apellido común no basta para blindarse del despojo. No hay herida más profunda que la causada por quien, en teoría, debía cuidarte. Porque el egoísmo familiar, además de injusto, es devastadoramente íntimo, te destruyen gratuitamente, haciéndose las víctimas de todo, ese es el egoísmo que más destruye y la herida que nunca se cierra.

Conchi Basilio


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