Es invisible, intangible y, sin embargo, nos atraviesa por completo. Puede cambiarnos el humor en cuestión de segundos, hacernos llorar sin motivo aparente, evocarnos un recuerdo lejano o unirnos a desconocidos en un mismo latido. La música es mucho más que una forma de entretenimiento, es una fuerza capaz de modificar nuestro estado físico, emocional, mental y hasta social. A veces sin que siquiera lo notemos.
La ciencia ha empezado a confirmar lo que intuimos desde siempre. Escuchar música, especialmente la que nos gusta, activa en el cerebro regiones vinculadas al placer, la memoria, el aprendizaje y la emoción. La dopamina, neurotransmisor relacionado con la felicidad, se dispara con nuestros temas favoritos. La música clásica o instrumental puede reducir el cortisol, la hormona del estrés, y producir una sensación de bienestar que actúa como una medicina sin efectos secundarios.
En hospitales y residencias, la música ha dejado de ser un simple fondo de ambiente para convertirse en herramienta terapéutica. Se emplea con éxito en pacientes con Alzheimer para estimular la memoria, en niños con autismo para favorecer la comunicación, en adultos con depresión para reconectar con emociones dormidas. También en unidades de cuidados paliativos, donde la música acompaña los últimos días con una dignidad que las palabras a veces no alcanzan.
Numerosos estudios demuestran que la exposición temprana a la música favorece el desarrollo cognitivo en niños. Mejora la concentración, la coordinación, la capacidad lingüística e incluso las habilidades matemáticas. La música no solo es un estímulo. Es un lenguaje en sí mismo. Y aprender a “leerla” o a crearla refuerza funciones cerebrales esenciales para otras áreas del conocimiento.
Incluso quienes no tocan un instrumento se benefician. Escuchar música mientras se estudia, si se elige bien (por ejemplo, piezas sin letra), puede ayudar a memorizar, concentrarse y mantener el ritmo del trabajo. Y en adultos mayores, cantar o bailar previene el deterioro cognitivo.
Más allá de lo individual, la música tiene un profundo poder social. Nos vincula con los demás en celebraciones, rituales, conciertos, manifestaciones. Un himno une a una nación. Una canción puede volverse símbolo de una generación. Bailar al mismo ritmo, cantar al unísono o simplemente compartir una melodía en silencio genera cohesión, empatía y pertenencia. En un mundo cada vez más individualista, la música sigue siendo un refugio colectivo.
Curiosamente, los beneficios de la música no terminan en los humanos. Varios estudios han demostrado que ciertos animales también responden positivamente. Los perros y gatos, por ejemplo, se relajan con música suave. Las vacas producen más leche si su entorno sonoro es agradable. Incluso algunas aves cantan más si están expuestas a ciertas melodías.
¿Y las plantas? Aunque no tienen sistema nervioso, algunas investigaciones sugieren que las vibraciones musicales podrían influir en su crecimiento. Aún sin pruebas concluyentes, la idea fascina, que algo tan etéreo como una melodía pueda afectar incluso a lo vegetal.
En tiempos difíciles, la música se convierte en refugio. En la soledad, es compañía. En la euforia, es celebración. En el duelo, es consuelo. No necesita traducción, ni explicación. Une lo racional con lo emocional, lo físico con lo espiritual. Es, quizá, la forma más pura de expresión humana.
Por eso, más que un lujo, la música es una necesidad, un derecho. Y también, una herramienta que merece ser reconocida por su valor terapéutico, educativo y social. Porque, en definitiva, lo que suena afuera también resuena dentro.
Conchi Basilio