La economía española arrastra desde hace décadas una herida abierta, el doble rasero fiscal entre quienes tienen mucho y quienes apenas tienen lo justo para vivir. Mientras el ciudadano de a pie paga religiosamente el IVA cada vez que llena el carrito de la compra, abona el IRPF cada mes en su nómina y soporta el incremento de impuestos indirectos que encarecen la luz, la gasolina o el alquiler, las grandes fortunas diseñan estrategias complejas para pagar lo mínimo posible.
El mecanismo es bien conocido, entramados societarios, filiales en paraísos con fiscalidad muy reducida, fundaciones que apenas dejan rastro, e incluso la vieja práctica de deslocalizar beneficios hacia paraísos fiscales. Todo ello con un resultado concreto, la recaudación del Estado se sostiene sobre la espalda de la mayoría, mientras quienes más podrían contribuir a sostener el sistema encuentran la manera de escabullirse. Estrategias con traje y corbata.
Las tácticas que utilizan las grandes fortunas y multinacionales no siempre son ilegales, pero sí profundamente injustas. Se mueven en el terreno de la “exclusión fiscal”, aprovechando resquicios legales, tratados internacionales y vacíos normativos que les permiten pagar muy por debajo del tipo teórico. En España, las grandes empresas llegan a tributar de media en torno al 7%, mientras las pymes rondan el 20%. Y el asalariado medio, sin escapatoria posible, supera con facilidad el 30% de retenciones.
Esta desigualdad no es casual. Está diseñada y, en muchos casos, tolerada. No hace tanto, bajo el mandato del ministro Montoro. Se aprobaron amnistías fiscales y rebajas selectivas que permitieron a grandes patrimonios regularizar fortunas ocultas en el extranjero con un coste irrisorio. Fue un mensaje devastador, quien defrauda a gran escala recibe el perdón del Estado, quien se equivoca en la declaración del IRPF, recibe una sanción inmediata. La factura la paga siempre el mismo.
Mientras tanto, el ciudadano corriente no tiene escapatoria. Cada compra en el supermercado lleva un 21% de IVA. Cada litro de combustible, una carga de impuestos que multiplica el precio final. Cada nomina, unas retenciones automáticas que no dejan lugar a ingeniería financiera.
La paradoja es evidente, quienes más tienen son los que encuentran las vías para aportar menos al bien común, y quienes menos margen poseen son los que sostienen con esfuerzo las cuentas públicas. Esta brecha genera no solo desigualdad económica, sino también una profunda desafección hacia las instituciones, que parecen mirar para otro lado cuando se trata de los poderosos.
España no podrá afrontar con solidez los retos del futuro, desde el envejecimiento de la población hasta la transformación ecológica y digital, si mantiene este esquema perverso en el que los grandes capitales se refugian en la opacidad internacional y la carga fiscal recae sobre la mayoría.
Es hora de recordar una verdad sencilla, los impuestos no son un castigo, son el precio de vivir en una sociedad que quiere escuelas, hospitales, pensiones dignas, viviendas y servicios públicos. Pero mientras los poderosos se lavan las manos en los paraísos fiscales, esa factura la pagan siempre los mismos, los ciudadanos corrientes.
Y no hay democracia que resista mucho tiempo con esa injusticia instalada en su interior, en su corazón.
Al final, la cuestión no es solo fiscal, sino ética, una sociedad no puede sostenerse cuando quienes más tienen evitan contribuir al bien común, y quienes menos poseen cargan con la mayor parte del esfuerzo. España necesita un sistema en el que la riqueza deje de ser un escudo y se convierta en responsabilidad, donde los paraísos fiscales de unos no sean la hipoteca de todos. Mientras esto no cambie, cada escuela que falta, cada hospital que cierra y cada pensión que se recorta o no se revaloriza lo suficiente para vivir dignamente, llevará la firma silenciosa de un privilegio que el ciudadano corriente paga con su trabajo.
Conchi Basilio