En los últimos años asistimos a un fenómeno inquietante, una parte de los jóvenes, no solo en España sino también en muchos otros países, está retrocediendo hacia posiciones del pasado, extremas. No lo hace, en la mayoría de los casos, por un análisis profundo de la realidad, ni por un estudio serio de la historia, sino movida por mensajes simples, emocionales y en apariencia contundentes que circulan en redes sociales y foros digitales, sin pararse a pensar y razonar correctamente.
El resultado es que chicos y chicas, de dieciséis y diecisiete años, incluso más, repiten consignas cargadas de intolerancia, como si retrocediésemos dos siglos atrás.
Lo que más duele es comprobar que esos mismos jóvenes ignoran, que los derechos de los que hoy disfrutan, libertad de expresión, igualdad, educación pública, acceso a sanidad universal, no son regalos caídos del cielo, sino conquistas arrancadas con lucha, esfuerzo y sacrificio por generaciones anteriores.
El atractivo de estas personas radicales se apoya en un envoltorio que seduce, mensajes cortos, claros, fáciles de compartir. Frente a la complejidad del mundo, ofrecen respuestas simples. Frente a la inseguridad del futuro, prometen orden. Frente al miedo, señalan culpables, es una fórmula que siempre ha funcionado, dar certezas absolutas a quien vive en medio de la incertidumbre. El problema es que esas certezas no son más que trampas, espejismos que conducen al recorte de libertades, a la división social y, en última instancia, a la violencia, que es lo que estamos teniendo últimamente, cuando la violencia es un camino de no retorno.
La juventud debería ser el motor de un futuro más libre, más justo, más inclusivo. Y, sin embargo, asistimos a cómo algunos jóvenes están siendo empujados a convertirse en portavoces de un pasado oscuro. No podemos quedarnos de brazos cruzados, hay que dar la batalla en las aulas, en las redes y en los medios de comunicación, mostrando que el verdadero progreso no consiste en destruir lo conquistado, sino en ampliarlo y hacerlo más fuerte.
Por suerte, todavía existe una parte de la juventud que se niega a dejarse arrastrar por esa ola de odio y simplificación. Son quienes leen, estudian, contrastan y piensan por sí mismos. Son quienes saben debatir sin insultar, cuestionar sin fanatismo y construir sin destruir. Ese pequeño porcentaje de jóvenes que razona con madurez es, en realidad, nuestra mejor esperanza. Porque demuestra que no todo está perdido, que las nuevas generaciones también pueden ser guardianes de la democracia y herederas de una historia que, con todos sus errores y sombras, nos enseñó a valorar la libertad como el bien más preciado.
El verdadero problema de algunos jóvenes es que todavía no le han quitado el precinto al cerebro. No piensan, no cuestionan, no se atreven a abrir los ojos a la realidad que les rodea. Prefieren dejarse arrastrar por el ruido fácil de los eslóganes y los mensajes que circulan en cadena, sin detenerse a analizar quien los lanza ni con que intención, no contrastan nada.
Pero viendo cómo está el mundo en este preciso momento, con desigualdades crecientes, crisis climáticas, guerras a las puertas de Europa y democracias debilitadas, lo mínimo sería pararse a reflexionar. No se trata solo de opinar o repetir lo que se oye, sino de comprender en qué estado vivimos y hacia qué precipicio podemos ir si dejamos de pensar por nosotros mismos.
La juventud tiene en sus manos la posibilidad de convertirse en la generación que consolide las libertades o, por el contrario, en aquella que las deje escapar sin darse cuenta. Todo depende de que se atrevan a romper ese precinto mental y comiencen a usar, con madurez y valentía, la herramienta más poderosa de la que disponen, el pensamiento crítico.
Conchi Basilio