Vivimos en un tiempo en el que, el ser humano parece haber olvidado lo que significa “ser humano”. El individualismo se ha convertido en el nuevo dogma, y la indiferencia en la moneda de cambio con la que se paga la convivencia. Cada uno mira por lo suyo, y el resto, los otros, los cercanos, los que sufren o los que simplemente necesitan compañía, quedan relegados a un segundo plano, como si su existencia apenas contara. Como escribió Francisco de Quevedo: “Todos los que parecen estúpidos, lo son y, además, también lo son la mitad de los que no lo parecen”.
La sociedad se ha vuelto más fría, más egoísta, más ensimismada. Las pantallas han sustituido los abrazos, los mensajes instantáneos han ocupado el lugar de las conversaciones sinceras, y la prisa ha arrasado con la ternura. Cada vez hay más personas viviendo solas, sin nadie que se preocupe por ellas, sin una voz que les pregunte cómo están o un gesto que les haga sentir visibles. En demasiados hogares, la soledad convive con el silencio.
Ni siquiera la familia, que antaño era un refugio, logra mantenerse al margen de esta deshumanización. Se vive bajo el mismo techo, pero en mundos separados. Cada uno pendiente de su propio dispositivo, de su burbuja digital, de su vida paralela. Hemos creado un universo donde la inmediatez vale más que la reflexión, y donde los sentimientos se reducen a emoticonos. El calor humano ha sido reemplazado por conexiones efímeras, vacías de contenido y de alma.
Y mientras tanto, el mundo sigue su curso entre el caos y la indiferencia. Guerras que destruyen países enteros, niños que mueren de hambre, mares que se llenan de cadáveres y desechos. Todo eso nos llega en imágenes fugaces, filtradas por una pantalla, y apenas nos conmueve unos segundos antes de pasar al siguiente contenido. El dolor del otro ya no duele, se ha convertido en un espectáculo distante, en un eco que se apaga rápido.
A esta pérdida de humanidad se suma algo igualmente preocupante, la renuncia al pensamiento crítico. Una parte de la juventud, no toda, pero sí una parte importante, vive inmersa en un laberinto de desinformación, donde las mentiras circulan con la velocidad de la luz y se confunden con verdades incuestionables. Se creen relatos inventados, frases fabricadas a medida para influir, consignas diseñadas para emocionar sin necesidad de razonar.
Muchos de estos jóvenes creen conocer la historia sin haberla vivido, y sin siquiera haberla estudiado con rigor. Desprecian los libros porque “no lo cuentan todo”, pero al mismo tiempo aceptan sin dudar lo que leen en redes sociales, aunque no tenga base alguna. Se dejan llevar por slogans vacíos, por discursos que suenan bien, pero que no resisten una mirada crítica. No contrastan, no investigan, no preguntan. Repetir parece más fácil que pensar.
Es inquietante ver cómo se impone esta forma de creer sin entender. Cómo se pierden las palabras y los significados. Cómo se vacían las mentes, convertidas en simples altavoces de lo que otros quieren que digan. Y lo peor es que, mientras tanto, los que deberían orientar, enseñar o despertar conciencia se limitan a observar, o a veces incluso a aprovechar esa confusión para beneficio propio.
Las redes sociales, que nacieron como espacios de encuentro, se han transformado en trincheras donde se libra una batalla invisible por el control de las ideas. Cada mensaje, cada imagen, cada titular manipulado deja huella. Y poco a poco, sin que apenas se note, se debilita la capacidad de razonar, de distinguir lo verdadero de lo falso, de actuar con criterio propio.
Nos estamos quedando sin pensamiento, sin empatía y sin memoria. Y eso es lo más grave. Una sociedad que no piensa ni siente está condenada a repetirse, a tropezar una y otra vez con los mismos errores.
Sin embargo, todavía hay esperanza. La humanidad no ha desaparecido del todo, sobrevive en quienes se detienen a escuchar, en los que ayudan sin esperar nada, en los que buscan la verdad, aunque duela. Aún quedan personas que se resisten a ser parte del ruido, que valoran la palabra honesta y la mirada limpia. Tal vez sean minoría, pero son la prueba de que no todo está perdido.
Es necesario volver a pensar, volver a sentir, volver a mirar al otro con compasión. Recuperar el valor de lo humano en un mundo que lo está olvidando. De lo contrario, avanzaremos hacia un futuro donde habrá más tecnología , sí, pero menos alma. Más información, pero menos verdad. Más gente conectada, pero más sola que nunca.
La humanidad se apaga, lentamente, entre el brillo de las pantallas y la oscuridad del desinterés. Pero aún estamos a tiempo de encender una luz. Solo hace falta mirar alrededor y recordar que el mundo no se sostiene sobre el “yo”, sino sobre el “nosotros”.
Conchi Basilio