Las consecuencias del problema de la vivienda no son nuevas ni repentinas. No aparecieron de la nada, como algunos quieren hacer creer. Sus raíces se hunden en 1975, cuando ya empezaban a faltar viviendas y el acceso a un hogar digno se convertía, poco a poco, en un privilegio. Desde entonces, han pasado gobiernos de todos los colores, promesas de todos los tamaños y reformas que, en la práctica, no reformaron nada. El resultado lo vivimos hoy, una crisis habitacional que estalla por todos los costados, con más de 600.000 viviendas nuevas necesarias al año y un sistema que no da abasto ni en la construcción ni en el alquiler. 
Pero conviene decirlo alto y claro, este desastre no es culpa del último que llega, sino de todos los que estuvieron antes y no hicieron lo que debían. La historia de la vivienda en España es, en realidad, la historia de una desidia compartida. Nadie quiso mirar el problema de frente. Unos prefirieron confiarlo todo al mercado, otros a la burocracia. Al final, ni unos ni otros defendieron de verdad a quienes más lo necesitaban, los trabajadores, los que sostienen el país día a día, pagando impuestos y cumpliendo con todas sus obligaciones, mientras otros miraban hacia otro lado. 
A lo largo de estas décadas, algunos partidos que llegaron al poder no se conformaron con gestionar mal, se llenaron los bolsillos de forma desmesurada, aprovechando su posición y jugando con los recursos públicos como si fueran propios. Lo hicieron a costa de los trabajadores, de los jóvenes que hoy no pueden emanciparse y de las familias que viven de alquiler con miedo a una subida inasumible. En algunos casos, se llegó incluso a involucrar a España en guerras que no nos correspondían, desviando la atención y el dinero de los verdaderos problemas sociales: la vivienda, la educación, la sanidad y la dignidad laboral. 
Más grave aún es comprobar cómo hubo gobiernos en los que casi todos sus ministros acabaron imputados, mostrando un desprecio absoluto por la transparencia y por la confianza del pueblo. Esa cadena de escándalos ha deteriorado la fe ciudadana en la política, hasta el punto de que muchos ya votan por descarte, no por convicción. Y es lógico, cuando uno ve que los mismos que deberían proteger los intereses públicos son quienes más se benefician del sistema, la palabra “democracia” pierde peso, y la esperanza sentido. 
Sin embargo, por mucho desencanto que haya, no podemos caer en la resignación. Decir “todos son iguales” solo favorece a quienes se aprovechan del cansancio colectivo. No todos lo son, aunque muchos se parezcan. Y aunque la elección parezca limitada, siempre queda la responsabilidad de pensar, de comparar, de votar con conciencia. Porque, aunque todo sea malo, siempre habrá que optar por el menos malo, por el que al menos se acerque más a la justicia social y no al interés propio. 
El problema de la vivienda, como tantos otros, no se resolverá con discursos vacíos ni con promesas electorales de ocasión. Se resolverá cuando la política vuelva a servir a las personas y no a los bolsillos de unos pocos. Cuando el trabajador que paga impuestos no sea el único que cumpla. Cuando se gobierne con la mirada puesta en el bien común y no en la cuenta corriente. 
Durante casi medio siglo, se ha permitido que el sueño de tener una casa se convirtiera en una pesadilla para millones. Hoy vemos a generaciones enteras atrapadas entre alquileres imposibles y sueldos precarios, mientras quienes tomaron las decisiones que nos llevaron hasta aquí disfrutan de pensiones doradas o cargos eternos. 
Es hora de abrir los ojos. De recordar quienes fueron los que, con sus silencios o con sus actos, permitieron que el problema creciera hasta desbordarse. Y también de reconocer que la solución no vendrá de quienes nos trajeron hasta aquí, sino de una ciudadanía despierta, crítica y consciente. 
Porque el voto no es solo un derecho, es la herramienta más poderosa que nos queda. Y si algo nos ha enseñado la historia reciente es que, cuando el pueblo olvida, los mismos de siempre vuelven a ganar. Por eso, antes de volver a votar, pensemos bien. Recordemos lo que nos prometieron, lo que hicieron y lo que callaron. Solo así podremos empezar a cambiar las cosas.
Conchi Basilio