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Mi rincón

Cuando sostener te rompe

20-11-2025

Hay cansancios que no se ven, pero pesan más que cualquier carga física. Son cansancios que se acumulan a lo largo de años, incluso de generaciones, y que se expresan en silencios, en noches sin dormir, en respiraciones hondas antes de cruzar un umbral familiar. Es el cansancio emocional de sostener familias que no te sostienen, un desgaste que no conoce descansos ni treguas, y que suele recaer siempre en la misma persona. 

En muchas casas existe una figura que se convierte, sin proponérselo , en el sostén emocional del clan. La que escucha cuando nadie escucha, la que calma cuando todos gritan, la que renuncia para que otros no renuncien, la que pasa de puntillas para no molestar, aunque lleve dentro un grito que nadie quiere oír. La que se parte en dos para que todo siga en pie, la casa, la armonía ficticia, la paz que no es paz, sino una apariencia sostenida con hilos invisibles. 

Ese papel no nace de la vocación, sino de la inercia. A menudo se asigna desde la infancia, la hija responsable, la hermana mayor, la que “tiene más cabeza”, la que sabe mediar, la que nunca protesta. Con el tiempo, la costumbre se convierte en destino. Ese rol se perpetua sin que nadie lo cuestione, porque resulta cómodo para los demás que siempre haya alguien disponible, alguien dispuesto, alguien que absorba las tensiones y las convierta en calma. 

Pero todo sostén tiene un límite. Y cuando nadie sostiene a quien sostiene, el desgaste se vuelve profundo, silencioso y peligroso. 

El cansancio emocional no estalla de repente, se infiltra poco a poco, en las conversaciones en las que tus necesidades quedan para el final, en las reuniones familiares donde eres imprescindible, pero nunca protagonista, en las llamadas que solo llegan cuando hace falta tu ayuda, en la sensación de que, si tú no resuelves, nadie resolverá nada. A veces es tan sutil que cuesta ponerle nombre. Otras, tan evidente que se convierte en una herida abierta. 

Porque sostener sin recibir, cuidar sin ser cuidado, comprender sin ser comprendido, desgasta la identidad y la alegría. Deja cicatrices que los demás no ven, pero que marcan la vida diaria. La persona que sostiene suele parecer fuerte, entera, madura, pero esa fortaleza es una armadura creada por necesidad, no un privilegio. Por dentro, puede haber tristeza, soledad, e incluso una culpa de querer descansar, de pensar en sí misma, de no poder, o no querer, seguir salvando lo insalvable. 

Hay un instante, a veces súbito, a veces lento, en el que surge una pregunta nueva, incómoda y liberadora a la vez, ¿Quién me sostiene a mí? 

Este interrogante marca un antes y un después. Es el primer paso para comprender que el amor familiar no se mide por cuánto se aguanta, sino por cuánto se comparte, que las relaciones sanas se construyen desde la reciprocidad, no desde la entrega unilateral, que nadie debería cargar con más de lo que puede solo por mantener una armonía que ni siquiera existe. 

En muchas familias, sin embargo, la reciprocidad brilla por su ausencia. Se depende de la persona más empática sin ofrecerle nada a cambio. Se le pide que mantenga el equilibrio emocional del grupo, pero no se le permite mostrar su fragilidad. Y cuando esa persona finalmente se rompe, porque todos nos rompemos alguna vez, los demás se sorprenden, como si la fortaleza eterna fuese posible o justa. 

Hablar de este cansancio es necesario. Nombrarlo es un acto de claridad. Reconocerlo es el inicio de la reparación. Cada persona tiene derecho a dejar de sostener lo que le destruye, a establecer límites, a descansar sin sentirse culpable, a elegir su paz por encima de las expectativas familiares. 

Porque ninguna familia debería sostenerse a costa de una sola persona. Y porque la verdadera fortaleza no está en aguantar sin descanso, sino en saber cuándo es hora de soltar, con dignidad, con firmeza, aquello que ya no puede ni debe llevarse más.

Conchi Basilio


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