El mundo atraviesa uno de los momentos más tensos de las últimas décadas. El mapa geopolítico parece inclinarse hacia un abismo conocido, la antesala de un conflicto global. Las tensiones entre potencias, los juegos de influencia, las respuestas militares y las amenazas veladas, y no tan veladas, han devuelto a la humanidad un miedo que creíamos superado tras la caída del Muro de Berlín. Hoy, el fantasma de una tercera guerra mundial ya no es una exageración de catastrofistas, es una posibilidad que empieza a mencionarse con inquietante naturalidad.
Detrás de las declaraciones altisonantes y de las maniobras estratégicas hay algo profundamente humano, que no entra en los informes oficiales, los millones de personas que observan, impotentes, cómo sus vidas quedan atrapadas entre decisiones de líderes que, parecen jugar una partida sin medir consecuencias. Lo que para algunos dirigentes es un pulso de poder, para quienes viven en los territorios afectados es pérdida, miedo y destrucción. El contraste resulta insoportable.
Y mientras el escenario internacional se tambalea, España vive su propio conflicto interno. No es un conflicto bélico, pero sí un clima de fractura que recuerda peligrosamente a otros tiempos. La sociedad vuelve a dividirse en bloques que ya casi no dialogan entre sí. El “nosotros” y el “ellos” se ha instalado en el discurso político, en los medios, en las redes sociales y hasta en la vida cotidiana. Parejas, familias y grupos de amigos descubren que, en cuestiones públicas, hay palabras que ya casi, no pueden pronunciarse sin temor a la ruptura.
La crispación se ha convertido en una herramienta política. Algunos partidos han decidido que la confrontación permanente da más rédito que la búsqueda de consensos. Otros se defienden atacando, alimentando un círculo vicioso del que parece imposible salir. Mientras tanto, los ciudadanos asisten a un espectáculo donde la política pierde su sentido original, gestionar lo común, para transformarse en un escenario donde lo importante es vencer, no convencer.
La consecuencia es evidente, una sociedad cansada, desorientada y cada vez más polarizada. La desconfianza en las instituciones crece, igual que el desencanto con unos representantes que demasiadas veces parecen más pendientes de su propio relato que de los problemas reales del país. Y esto ocurre precisamente en un momento en el que España necesitaría altura de miras, estabilidad y capacidad de acuerdo para afrontar retos tan complejos como la inflación, la crisis social, la desigualdad, la fuga de talento joven o la incertidumbre internacional.
Lo preocupante no es solo la división, sino la facilidad con la que esa división se intensifica. Los discursos maximalistas, la desinformación y la manipulación emocional, encuentran un terreno fértil en un clima de inseguridad global. Cuando el mundo está convulso, cada país se vuelve más vulnerable a sus propias grietas internas. Y España, como tantas otras democracias, no es inmune.
Sin embargo, no todo está perdido. La historia demuestra que las sociedades que han atravesado momentos de tensión profunda, han podido reconstruirse cuando ha primado la responsabilidad colectiva por encima de la lucha partidista. Y también demuestra que la ciudadanía tiene más fuerza de la que imagina, la fuerza de exigir respeto, transparencia, dialogo y servicio público. La fuerza de negarse a caer en el odio que otros fomentan interesadamente.
Hoy, mientras el mundo se asoma a una peligrosidad inquietante y España revive viejos fantasmas de división, la pregunta es si seremos capaces de detener la inercia. Si podremos revindicar la sensatez frente a la estridencia. Si exigiremos líderes que miren más allá de la próxima batalla electoral. Si entenderemos, como sociedad, que ninguna democracia fuerte puede sostenerse sobre trincheras internas.
En un planeta cada vez más tenso y en un país cada vez más crispado, tal vez el mayor acto de valentía sea recuperar la palabra que parece haberse perdido, “convivencia”.
“España no necesita caudillos ni salvadores, necesita dirigentes honrados, capaces de poner el interés común por encima del propio. Solo así podrá volver a caminar sin que nadie confunda el poder con un botín”.
Conchi Basilio