Vivimos en tiempos extraños, nunca ha sido tan fácil opinar, y nunca ha costado tan poco destruir. En redes sociales, en grupos de WhatsApp, en conversaciones de café, se lanzan juicios como si fueran verdades absolutas. Y lo más doloroso no es solo ser criticado, sino serlo sin que nadie se haya molestado en preguntar.
¿Cuántas vidas se han torcido por la maledicencia? ¿Cuántas decisiones personales dolorosas, meditadas, íntimas, han sido distorsionadas sin el menor rigor, sin empatía, sin tan siquiera preguntar? La respuesta es, demasiadas.
Un estudio del Instituto de Psicología Social Aplicada de la Universidad Complutense (2023) concluyó que 7 de cada 10 personas han sufrido consecuencias negativas importantes en su vida personal o profesional por rumores o interpretaciones erróneas difundidas sin contrastar. Más aún, el 62% reconocía que quienes los juzgaron “nunca les preguntaron directamente qué había ocurrido”.
Esta actitud no es casual. Se alimenta de varios factores, la pereza mental de contrastar, la comodidad de seguir la versión de otra persona, y, a menudo una alarmante falta de personalidad. Porque no se trata solo de maldad, (que la hay), sino también de cobardía emocional, intelectual, incluso conveniencia a su favor.
Escuchar exige humildad. Preguntar requiere valentía. Y pensar por uno mismo, hoy más que nunca, parece un acto de rebeldía.
A esto se suma otro dato alarmante, la creciente banalización del daño psicológico ajeno. La Sociedad Española de Psiquiatría reportó en 2022 que el 54% de los pacientes con depresión, habían citado como factor desencadenante “conflictos interpersonales injustos o malentendidos en el tiempo”. Muchos de ellos nacieron de interpretaciones erróneas, que nunca fueron aclaradas, porque jamás se molestaron en saber la única realidad.
Cuando una persona toma una decisión sobre su vida, alejarse de alguien, comenzar de cero, callar, romper, volver, desaparecer, lo hace desde un lugar que solo ella conoce. Pero lejos de recibir preguntas, recibe conjeturas, le imputan motivos, le atribuyen intenciones que no son ciertas, pero nadie pregunta. Y quienes más daño hacen, curiosamente, no son enemigos, sino quienes se suponen cercanos. Esos que, teniendo acceso directo, prefieren creerse el cuento contado por otra persona. Esos que eligen el atajo del juicio antes que el camino de la conversación.
Esta actitud tiene un nombre, desinterés revestido de moralidad. Porque no hay nada más hipócrita que decir “me preocupas” mientras se sostiene una mentira, un prejuicio o una versión sin preguntar al afectado. Si alguien te importa, lo preguntas. Si no lo haces, tal vez no te importa tanto como dices.
Y sí, hay personas buenas. Pero también es cierto que la maldad pasiva, esa que juzga en silencio, que calla verdades, que prefiere la versión cómoda a la real, es hoy más numerosa de lo que nos gustaría aceptar. La bondad auténtica, la que escucha sin juzgar, la que se toma el tiempo de comprender, es minoría. Porque requiere algo que escasea “conciencia”.
No es un problema moral, es un problema humano. Y por ello se debe de hablar para saber la verdad, para que quienes han sido malinterpretados, juzgados o dañados sin derecho alguno. Para que recordemos, todos, que a veces, una simple pregunta puede salvar una relación, una historia, incluso una vida. Pero también es cierto que, hay que tener la valentía y la honestidad de preguntar directamente, nunca suponer o aceptar la versión que se cuenta, detrás puede haber una historia, que nadie sabe, ni se imagina, que quizás se ha llevado por demasiado tiempo, en un silencio sepulcral, que solo espera que se le escuche, algo que la mayoría no sabe hacer. Es una forma de violencia social que no deja huellas físicas, pero hiere profundamente.
Conchi Basilio