Durante décadas, España presumió de tener uno de los sistemas sanitarios públicos más sólidos y admirados del mundo. Hoy, sin embargo, la realidad es muy distinta, las listas de espera se alargan durante meses, los profesionales se agotan y miles de ciudadanos terminan pagando seguros privados, quién puede, para acceder a la atención que ya financian con impuestos. Lo que muchos viven como un deterioro repentino es, en realidad, la consecuencia de un proceso de erosión lenta que comenzó hace más de quince años.
El punto de inflexión se remonta a la crisis económica de 2008. El Estado, asfixiado por el déficit, aplicó políticas de austeridad que afectaron a todos los servicios públicos, incluida la sanidad. En los últimos años del Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, los presupuestos sanitarios empezaron a congelarse, se redujeron plantillas y se paralizaron nuevas contrataciones. Fue el inicio de un camino que, poco después, se convertiría en un recorte sistemático.
Con la llegada de Mariano Rajoy en 2011, las tijeras se hundieron hasta lo más hondo. En 2012, el Real Decreto-Ley 16/2012 cambió el modelo sanitario español, se restringió el acceso gratuito a inmigrantes sin papeles, se introdujeron copagos farmacéuticos y se redujeron los presupuestos autonómicos entre un 10 y un 15%. Entre 2010 y 2014 el gasto sanitario público cayó en casi 9.000 millones de euros.
Aquello marcó un antes y un después. Lo que hasta entonces era un sistema universal y sólido empezó a funcionar con turnos recortados, profesionales sobrecargados y hospitales que cerraban plantas enteras para “ahorrar”. En cuestión de salud no puede existir el ahorro, una vida no tiene precio.
La sanidad pública perdió entonces a miles de profesionales. Entre 2010 y 2014, más de 20.000 sanitarios desaparecieron de las plantillas públicas por jubilación o despido. Muchos jóvenes médicos emigraron a otros países buscando estabilidad, mientras las comunidades autónomas , incapaces de ofrecer contratos dignos, encadenaban sustituciones de semanas o meses.
Hoy el problema se agrava, faltan médicos de familia, radiólogos, pediatras, anestesistas, todo tipo de sanitarios. Al mismo tiempo, más de 27.000 médicos formados fuera de España esperan por la homologación de sus títulos. El cuello de botella administrativo es tan absurdo como alarmante, el país tiene consultas sin cubrir mientras miles de profesionales cualificados aguardan detrás de un mostrador ministerial.
En comunidades como Asturias, una simple ecografía puede tardar cinco o seis meses. En Andalucía, se han detectado retrasos de más de un año en cribados de cáncer de mama, con resultados que no se han comunicado, con consecuencias gravísimas. También hay en otras provincias, que aún no se dice. En muchas otras, conseguir cita con el médico de familia es cuestión de semanas, y con un especialista, meses y meses.
Las demoras se han convertido en una forma de recorte silencioso. Ya no se cierran hospitales, pero se limita su capacidad real, sin personal suficiente, sin equipos nuevos y con una burocracia que asfixia cualquier intento de eficiencia. El resultado es un paciente cansado, que, si puede, termina recurriendo a la sanidad privada porque no puede esperar. Y así, el dinero público fluye hacia clínicas y aseguradoras en nombre de la “colaboración público-privada”.
En el 2002, la sanidad privada representaba el 24% del gasto sanitario total en España. Hoy supera el 33%. Cada punto porcentual que gana lo privado es un punto que pierde lo público.
Las derivaciones a clínicas concertadas, presentadas como una solución temporal para reducir listas de espera, se han convertido en práctica habitual. Lo que comenzó como apoyo puntual se ha transformado en un trasvase permanente de fondos públicos hacia empresas privadas, muchas de ellas multinacionales del sector salud.
No es casualidad, la precarización del sistema público genera desconfianza, la desconfianza impulsa la búsqueda de alternativas privadas, y la creciente clientela refuerza el negocio de las aseguradoras. Es un círculo vicioso que, de no romperse, terminará por vaciar de contenido la sanidad pública.
Pese a los esfuerzos de los últimos años por recuperar derechos, como la devolución de la atención sanitaria universal en 2018, la realidad es que el sistema nunca se recompuso del todo. Las plantillas siguen muy cortas, los equipos obsoletos y las jubilaciones se acumulan sin relevo suficiente.
Mientras tanto, la población envejece, las enfermedades crónicas aumentan y la atención primaria, que debería ser el corazón del sistema, apenas puede sostenerse. Todo ello deja a miles de ciudadanos en una incertidumbre dolorosa.
La sanidad pública no se muere por falta de médicos, sino por falta de visión política, por falta de buena organización. Hay profesionales formados, hay medios técnicos y hay recursos económicos. Lo que no hay es planificación, agilidad y voluntad de reconstruir lo que la austeridad rompió, también algún que otro que se lucró a base de repetir, “que nos debíamos apretar el cinturón”, pero ya no quedan más agujeros en nuestro cinturón.
Revertir esta situación no es una utopía, bastaría con agilizar las homologaciones, estabilizar plantillas, reducir burocracia y blindar presupuestos públicos frente a la sangría de las privatizaciones. Pero mientras los gobiernos cambian prioridades y los despachos se llenan de informes, los pacientes siguen esperando. Y la espera, cada vez más larga, se ha convertido en el síntoma más visible de una enfermedad que no se cura con discursos, se necesitan hechos que demuestren la atención a los ciudadanos.
Conchi Basilio